Cuando vi (o, quizá mejor dicho, devoré), Vicious en su estreno en el 2014, la serie me cautivó con su original premisa (dos actores de larga y exitosa carrera encarnando una pareja marcada por estigmas sexuales y de edad) y, al mismo tiempo, con su ambientación íntima y nostálgica.
Entre los factores desencadenantes de esta serie destaca la estética camp que la envuelve de inicio a fin. Si el término camp no termina de sonarles, pues entonces pónganse cómodos.
El camp, es una sensibilidad que aboga por la expresión y un cierto amor por lo cutre o kitsch en un intento de rebelarse contra los dogmas que simplifican el arte en bueno o malo.
Estas características son perfectamente palpables en la atmósfera de la serie desde el primer minuto, no solo el escenario es un guiño a las sitcoms de los años 70 con su decoración cuasi-monocromática, sino que la narrativa abunda en personajes planos (Freddie es ácido y malhumorado, Violet está en constante busca de satisfacción sexual y Ash es a menudo reducido a un mero objeto de deseo, por ejemplo). Y en patrones repetitivos (cada episodio comienza con una llamada de la madre de Stuart, o Freddie y Stuart presentan a Ash y Violet en cada episodio aunque se vean a diario).
Capítulo a capítulo, estos detalles refuerzan la sensación de que la serie no se toma a sí misma en serio: de hecho, si lo pensamos, no es descabellado decir que series españolas como Aquí no hay quien viva, La que se avecina o Gym Tony quedan cerca de los patrones del camp, al menos, en este aspecto.
Y es que, por primera vez en medios mainstream, el público tiene acceso a una serie que nos muestra cómo una pareja homosexual y, además, mayor, encara su día a día.
Si ya es difícil encontrar minorías representadas en series mainstream, aún lo es más en el caso de grupos con estigmas interseccionales; es por eso que, críticas aparte, Vicious destaca por darnos la oportunidad de ver el mundo a través de los ojos de personas como Freddie y Stuart. Poco a poco, los límites se están resquebrajando...