Que la presentación de un libro acabe con el autor firmando ejemplares sentado en un banco de Rambla Catalunya porque no le ha dado tiempo antes del cierre de la librería me parece motivo de celebración. Hay que decir que Víctor del Árbol tiene la buena costumbre (para sus lectores, no tan buena probablemente para sus acompañantes) de tomarse el tiempo que sea necesario con cada una de las personas que esperan ilusionadas a que les dedique unas palabras, de modo que la cola avanza despacio y, claro, acaba pasando que a las nueve de la ¿noche? los empleados de La Casa del Llibre, con toda la razón del mundo, se quieren ir a su casa o a donde les apetezca.
Así que, la foto lo atestigua, nos echaron la persiana, y la presentación de Antes de los años terribles (Ediciones Destino) concluyó en un banco de una de las principales calles de Barcelona; y todos contentos por poder contar la anécdota.
Desde luego, que Víctor del Árbol lo pete con su última novela no es anecdótico, sino fruto del trabajo de muchos años, de agarrarse al sueño de estremecer con la literatura y de sentir que cada nueva historia que ofrece al mundo es la primera, la más especial. Eso al menos es lo que transmite, pero claro, uno puede agarrarse a un sueño y luchar muy duro por hacerlo realidad, pero si carece de la habilidad para, en este caso, contar historias, poco hay que hacer. Víctor tiene ese don, y otro que me parece casi tan valioso: sabe contagiar su pasión, por eso es normal que no quede ni una silla libre en la enorme librería barcelonesa y que tanta gente haga cola para que le firme el libro, pero sobre todo para intercambiar unas palabras que saben que no sonarán a hueco.
Para un escritor de éxito probablemente lo más fácil sería cubrir el expediente, y nadie se lo reprocharía, pero creo que él no sabe hacerlo. No le sale. A él lo que le sale es darte un abrazo porque te has tomado la molestia de aceptar su invitación, pedirte que te sientes junto a él en el banco mientras te dedica tu ejemplar y preguntarte si has publicado ya la novela de la que le hablaste hace meses. Entonces él debía estar dándole los últimos retoques a Antes de los años terribles, de la que me quedan sesenta páginas. «¿Qué te parece?». «Me está gustando mucho, es muy tuya». «Es en la que soy más yo».
Como en sus anteriores trabajos, personajes maltratados por la vida que se agarran al presente para reconstruirse pero sin olvidar el pasado, aunque traten de enterrarlo para no enfrentarse con él; tramas que se desarrollan en épocas diferentes y que entrelaza con maestría; la dicotomía entre el bien y el mal, cuyas fronteras suelen estar borrosas, y entre lo moralmente correcto y lo necesario para sobrevivir, que a menudo resulta incompatible.
La infancia es el elemento central de la novela, la infancia robada a los niños reclutados para la guerra. Víctor del Árbol ha viajado al corazón de África, a la Uganda aterrorizada durante veinticinco años por la maldad de Joseph Kony, un fanático iluminado que secuestró a más de 30.000 niños para su Ejército de Resistencia del Señor (LRA), y que hoy en día nadie sabe dónde está a pesar de ser uno de los criminales más buscados del planeta. Se ha puesto en la piel de Isaías Yoweri, quien nos cuenta su odisea en dos tiempos: la del niño, feliz antes de los años terribles e inmerso de repente en la pesadilla de la guerra; y la del adulto que, pese a querer agarrarse a su nueva vida como restaurador de bicicletas en Barcelona, debe volver a Uganda a cerrar cuentas con el pasado.
Con esos niños, y con las niñas y mujeres rescatadas del horror de la esclavitud sexual, y con los cientos de miles de personas que huyen del infierno perpetuo que sufren los territorios arrasados por los señores de la guerra, como Kony y otros tantos de los que en Occidente sólo recibimos noticias a través de las películas, trata a diario Almudena Barbero, una de las almas de la Fundación Nzuri Daima, una de las personas buenas, anónimas e invisibles para la mayor parte del mundo que, en palabras de Víctor del Árbol, «evitan que el mundo se hunda».
«Todo lo bueno para todos eternamente» es el hermoso deseo que expresa Nzuri Daima en lengua swahili, y es lo que transmite Almudena al hablar, pese a haber pasado media vida siendo testigo de los horrores de la guerra, de las matanzas indiscriminadas, de los secuestros y violaciones… del mal. «El miedo es lo que empuja a cometer atrocidades, el miedo y el deseo de supervivencia», afirma, porque según su experiencia en los campos de refugiados, todo el mundo, sea cual sea su pasado, merece una segunda oportunidad.
La ONG que representa, a la que Víctor ha recurrido como una de las múltiples fuentes de información para documentarse, trabaja en los campos de refugiados del norte de Uganda, la zona asolada durante tantos años por el LRA, que ahora acoge a un millón y medio de personas, sobre todo a quienes huyen de la locura que sufre Sudán del Sur, un estado fallido en el que, sin embargo, lo que no falla es la guerra.
Quienes asistimos a La Casa del Llibre quedamos seducidos por el autor barcelonés, eso ya lo sabíamos antes de que empezara a hablar, pero más incluso por la pasión y la sonrisa de Almudena, consciente de los horrores que han soportado las personas con las que trata a diario y consciente de la importancia de los pequeños gestos, de lo valioso de una sonrisa en medio de un océano de lágrimas, y de cómo cualquier detalle, ridículo quizás a ojos de quienes no imaginamos cómo es vivir sin saber si habrá otro día, puede cambiar vidas.
Una cámara de fotos, un cuaderno de dibujo, la confianza en quien está acostumbrado a que sólo desconfíen de él, un parchís. Sí, el pequeño parchís magnético gracias al cual las mujeres refugiadas olvidan durante un rato las atrocidades que han sufrido. Lo mejor es que visitéis nzuri-daima.org para conocer lo mucho que hacen.
«¿Por qué África?» fue la pregunta con la que el periodista y escritor Antonio Iturbe abrió la charla. «Siempre voy detrás de las grandes historias, las que conectan con lo humano. Esta vez es la historia la que me ha encontrado a mí». Fue el descubrimiento de la figura terrible de Joseph Kony lo que cautivó a Víctor del Árbol, y posteriormente el preguntarse sobre esos niños, como Isaías, a los que robó la infancia para transformarlos en monstruos.
Niños que acababan amando a su destructor, como el perro apaleado que entre paliza y paliza recibe un poco de comida y alguna caricia. «Todos buscamos reconocimiento, cariño, que nos cuiden. Un niño quiere que tú lo quieras, y para eso hará lo que haga falta». Víctor es contundente al afirmar que «un niño de ocho años nunca es culpable; el culpable es el adulto que lo obliga a actuar», porque el niño «tiene conciencia del mal, pero no sobre las consecuencias de sus actos».
Los personajes de las novelas de Víctor del Árbol plantean conflictos morales al lector, que no encuentra a héroes a los que entregarse sin dudar, sino a seres que cargan con numerosas contradicciones y con actos que, descontextualizados, resultan como mínimo perturbadores. Su habilidad como contador de historias reside en la capacidad de que nos identifiquemos con ellos, porque seguramente todos escondemos pequeñas o grandes oscuridades con las que no nos atrevernos a (o no somos capaces de) reconciliarnos.
En esta ocasión el reto es enorme: un niño, sí, pero un niño responsable de la muerte de decenas de personas, que ahora es un adulto con una pareja ajena a los años terribles, un pasado que él quiere mantener oculto. «Me interesaba la dicotomía entre ser verdugo y víctima a la vez. Isaías tiene la capacidad de perdonar porque ha sido víctima, pero cómo perdonarse a sí mismo, al verdugo que fue». Es un conflicto que el autor personifica en los niños soldado, en una tierra lejana que ni siquiera somos capaces de situar en un mapa, pero que como sociedad no tenemos resuelto. La reinserción, las segundas oportunidades, son conceptos incómodos. «Nos lleva lejos para tratar temas que nos afectan de cerca», sintetizó Antonio Iturbe.
A Uganda no la situamos en el mapa (se encuentra en África oriental, entre el Congo y Kenya), y como carece de interés geoestratégico y económico para las potencias occidentales, «el foco se desvía», aunque como estado tengamos parte de responsabilidad en las atrocidades que allí suceden, fabricando y enviando, por ejemplo, las minas antipersona que acaban haciendo volar en pedazos a niños anónimos.
El desarraigo y su reverso, el patriotismo, también aparecen en Antes de los años terribles. Isaías no quiere saber nada de Uganda, de la tierra donde fue feliz y en la que se siente extranjero. «No tiene patria en los lugares físicos, sino en las personas a las que quiere», como su creador. «Mi patria está en mis zapatos», resume en palabras de Miguel Hernández. «Nunca me he sentido de ninguna parte. Soy de Barcelona, pero la he sentido siempre una ciudad extraña», reconoció al recordar su infancia, dura a los ojos del adulto, en la periferia, en Torre Baró, un barrio repleto de gente sin patria. Como tantos barrios periféricos del entorno de Barcelona, donde trataban de sobrevivir miles de personas llegadas de todas partes.
«No creo en las patrias como idea, sino como sensaciones y emociones. Sin el sentimiento, los lugares no son nada». Me resulta difícil comprender a quienes no se identifican con esta reflexión, a quienes aman un pedazo de tierra por encima de todas las cosas. Uno es de donde se siente a gusto.