Vida de una cachipolla.

Publicado el 16 diciembre 2014 por Decabo

Juana es una cachipolla.

Ha salido a pasear por la rivera del río acompañada por los primeros rayos de luz del día. Un amigo, que parecía tocado del ala, le había advertido que tuviera cuidado con un pez gigante que había sido visto en la zona. Sin rastro de miedo acaricia la superficie del agua y sonríe, piensa que cada momento es único e irrepetible, por eso le encanta deleitarse con lo cotidiano. Cuando se vive en el presente no hay prisa, ni miedo.

A las diez de la mañana su madre muere.

Fue ella quien le inculcó su pasión por el presente y ahora que los recuerdos le asaltan ante su cuerpo inerte no puede dejar de pensar en sus palabras: “Al pasado sólo se viaja en busca de recuerdos que llenen de alegría tu existencia, cuando notes pesadumbre suelta ese lastre o no podrás seguir volando”

Juana vuela al encuentro de Sergio. Hacen el amor y levitan al alcanzar el punto álgido del acto sexual. Ella llora, no es tristeza, ni arrepentimiento, ni tampoco decepción por el rendimiento de su amante. Llora la muerte de un bonito instante.

Su madre que era efemeróptero y poeta, decía que todos somos un poco efemerópteros y bastante poetas. Escribía que nada dura para que todo dure. Todo llega y todo se marcha, hasta los seres más longevos de nuestra galaxia, las estrellas, podían ser sólo efímeros destellos en los confines remotos de nuestro universo. Cada estrella, como el más pequeño de los instantes, también acaba por marcharse. Nadie las echará de menos si las que llegan refulgen con su mismo esplendor para seguir iluminando las noches oscuras.

Cada vez que su madre contaba esta historia a Juana, acababa por mirarle a los ojos y sentenciaba: Recuerda, cada uno somos estrellas de nuestros pequeños universos. Brilla para iluminar la noche del resto. No temas a la muerte porque otra estrella ocupará tu lugar en el firmamento.

Juana nunca entendió del todo a su madre hasta que tuvo hijos. Aquella misma tarde al volver a casa tomó consciencia de la efimeridad porque pensó que al salir había dejado durmiendo a un bebé que despertaba toda su ternura y ahora se encontraba con un adolescente que sacaba todo su instinto filicida. Todo llega y todo se marcha, y es tan patente con las etapas de crecimiento de un hijo que cuando sintió las ganas de estrangularle decidió besarle porque pensó que en un tiempo no muy lejano ya no podría hacerlo más. Decidió besarle para darle la energía necesaria para seguir brillando cuando ya no estuviera más.

El atardecer dibujó una bella estampa en el horizonte. Sí, especialmente para ella, porque para ella sería único e irrepetible. Lloró para celebrarlo. Juana sintió pena por aquellos que teniendo una vida de bellos atardeceres no invertían tiempo para contemplarlos y mucho menos para celebrarlos.

En el mundo de Juana no existían los segundos ni los minutos y muchos menos los meses o los años. En su mundo sólo había dos medidas universales de tiempo: el instante y la vida. Al caer la noche trató de disfrutar el instante de su muerte para marcharse habiendo tenido una vida plena. Volvió al pasado para visitar los recuerdos alegres de su madre y miró al futuro a través de los ojos de su hijo. Después saboreando la última sonrisa que se había dibujado en su boca, murió.

Nota: La cachipolla existe, si no la conoces búscala en el diccionario de la RAE.