Esos pensamientos se suman a otros, y así construyo un lado de mi mente que se alimenta de historias, reflexiones, arte y todo lo que puede aportar la palabra escrita. Este equipaje se une al de las otras facetas de mi vida y juntos constituyen lo que soy, lo que me gustaría ser y lo que transmito. Lo más fascinante es que ambas vertientes, la literaria y la real, no tienen por qué ir en consonancia. A menudo se asocia la literatura a gente culta, con una buena posición social y un trabajo que permite poner en práctica esos conocimientos; nada más lejos de la realidad: las letras nos pueden hacer sabios de alma, de vida interior, aunque en el exterior no lo parezcamos.
Conozco a un hombre muy inteligente, que domina la filosofía y la historia, y por supuesto ha leído a los grandes escritores. La primera vez que hablé con él me percaté de su capacidad para razonar y no pude evitar pensar que debía de tener una profesión acorde a su formación, tal vez profesor o un cargo importante en una empresa. Me equivocaba: es cartero. Siempre se ha interesado por nutrirse de cultura, ha seguido parte del temario de algunas carreras y ha leído mucho, muchísimo, pero nunca ha tenido un empleo en el que pudiera poner en práctica todo lo que sabe, al menos no de una forma evidente.
Últimamente no paro de leer críticas categóricas y dañinas sobre el libro de Jorge Javier Vázquez. Más que su obra, lo que se desaprueba es el hecho mismo de que haya publicado: «¿Qué narices va a escribir un presentador de programas de cotilleos? ¡Hasta yo sé escribir mejor que él!», dice la gente. Jorge Javier es licenciado en Filología Hispánica, tiene una gran cultura musical y cualquiera que mire la televisión sin prejuicios se dará cuenta de que es un buen profesional en su trabajo. Me parece respetable que sus programas no gusten o que él no caiga bien; pero ¿por qué ese empeño en desprestigiar de forma tajante y automática su interés por la literatura? Del mismo modo que alguien que reparte cartas puede debatir sobre Coetzee y Saramago, un personaje popular también puede tener una vida interior muy distinta de la que proyecta.
A veces pienso que los estudios y el hecho de tener un determinado puesto de trabajo se sobrevaloran. No porque no crea en la formación (soy una estudiante incansable y no concibo mi existencia sin seguir aprendiendo), sino por la terrible manía, inherente en el ser humano, de etiquetar. Se da por hecho que un médico, un ingeniero, un abogado o un profesor siempre es inteligente, a nadie le sorprende saber que lee a los grandes autores o que es capaz de discutir sobre política. Sin embargo, una persona que tiene un empleo que no requiere unos estudios avanzados debe demostrar por sí misma esa lucidez, esa capacidad de raciocinio. ¿Por qué? Se puede tener un gran intelecto, pero los caminos de la vida no siempre nos llevan a una actividad que nos permita llenar esa sed de conocimiento. Entonces el agua son los libros.
Cuando trabajaba de camarera mis conocidos me decían cosas como «No te pega nada» o «No te imaginaba sirviendo copas». Se puede decir que encajo en el prototipo de persona interesada en cultura: perfeccionista, exigente, introvertida y rara; disto mucho de ser la camarera simpática. Mientras llenaba los vasos y barría el suelo pensaba en las novelas que me compraría con lo que había ganado esa semana.
En ocasiones esta diferencia entre vida interior y vida exterior se produce a la inversa: alguien a quien se le presuponen conocimientos carece de interés por los temas intelectuales de fuera de su ámbito. Tengo amigos diplomados y licenciados en diversas áreas, también de letras, que lo único que leen es Cincuenta sombras de Grey y Los pilares de la tierra. Elecciones muy respetables, sin duda, a veces yo también disfruto con la literatura de entretenimiento; pero con ellos no podré tener la misma charla que con el cartero.
Quizá esto es uno de los efectos más bonitos de los libros: nos proporcionan material para aprender y disfrutar al mismo tiempo, permiten que nos sintamos especialistas en un autor aunque no tengamos ningún título que lo avale, nos invitan a debatir sobre cuestiones trascendentales y, en definitiva, nos hacen sentir más inteligentes y válidos de lo que no siempre se nos reconoce en el exterior. Nos dan una vida interior tan rica y atractiva que, al menos durante unas horas, podemos ser algo más que la etiqueta que llevamos colgada.