Es a través de pequeños hitos y de un momento particular de unir los cabos que uno pasa de no creer a creer, de detractor a defensor y de indiferente a intransigente. El sentimiento común del converso es haberse engañado durante demasiado tiempo, el cual crea la sensación apremiante de que no hay tiempo que perder.
En mi caso, me engañé pensando que era fluido y transitorio lo que descubrí ser eterno e inmutable, como si la verdad, en lugar de limitarse a un predicado, se transformase en sujeto. No recuerdo haber deseado creerlo antes de descubrirlo. Al contrario, contemplaba esa posibilidad como un absurdo insultante, un producto de la imbecilidad y el conformismo intelectual. No la desafié abiertamente, sino que me limité a ignorarla mientras en el fuero interno surgían tensiones que por entonces no podía resolver. Mi ateísmo o mi escepticismo sin rumbo eran fruto de una escasa meditación y de una especie de soberanía moral a la que no iba a renunciar de buen grado sin razones de mucho peso.
Las razones objetivas (del espíritu geométrico, diría Pascal) fueron, por abreviar, mi cansancio de la asistematicidad de Nietzsche, el hallazgo de Leibniz como antídoto de Spinoza, la lectura de algunos Padres de la Iglesia y el contagio de su fervor en el mismo momento en que se desmoronaban mis prejuicios irracionalistas y anticristianos. Por esas fechas empecé a esbozar argumentos a favor de la existencia de Dios, no sin muchos quebraderos de cabeza que me dejaban extenuado sobre la cama.
Las razones personales fueron mi insociabilidad, mi rigidez, mi odio del siglo, mi sentimentalismo retrógrado y el asco que me producían (y me producen) las modas, las medias verdades y las turbas adocenadas. Luego, con Novalis, la convicción de que el ateísmo es una ideología amorfa incapaz de engendrar nada grande o perdurable, que deja al hombre sin defensas y sin esperanzas frente al mal.