Edificios anodinos, cuadrados asimétricos, rectangulares sin lados iguales, estirados con puntas romas, largos y estrechos, diseñados en vanguardia de colores tristes, mármoles sin procedencia definida, grises de otoño, descoloridos con tintes de lluvia, enladrilladlos con mustios rojos desteñidos, divididos en cubículos perfectos de cristales transparentes sin imágenes, opacos al interior, mates desaseados con persianas marrones, ocres de playas húmedas cerradas por ociosas, escondidas deterioradas o cortinas blancas, deformando la rectitud del resto y toques personales, tenderetes de ropa que colorean este campo santo, bicicletas con polvo y sin sudor, cubos de fregonas secos de historia, sillas de plástico ajadas por el sol de este efecto invernadero, mesas de picnic que no conocen la frescura del césped, armarios estirados sin función específica y conocedores de varias localizaciones, escobas paralizadas por el stress que se acumula escondido entre el polvo, juguetes sin vida en toda su historia son hoy casillas en estas viviendas convertidas en tableros de un juego que no es de azar y donde empiezan a aparecer nuevos jugadores desesperados, no profesionales con fichas de colores vivos, llamativos, provocadores con significados que han cambiado a tristes, deprimentes, inhumanos con sus textos simples, cortantes, directos “SE VENDE”, “DISPONIBLE” y números de teléfonos que han perdido el disfraz dorado del carnaval. Texto: Ignacio Álvarez Ilzarbe