Hay situaciones en la vida que nos hacen pararnos a reflexionar y meditar sobre cuestiones que en principio dejamos a un lado para seguir con nuestro día a día y no agobiarnos en la transcendentalidad. Y es, normalmente, cuando llegan esos momentos, siempre malos, cuando pensamos en lo que significa vivir, morir, y ese camino que hay entre lo uno y lo otro que se llama existencia.
En estos momentos todos nos volvemos filósofos, meditamos sobre lo que es estar en este mundo, nos sentimos más temerosos de la muerte, los más cercanos al hecho lo maldicen y los más lejanos lo extrapolan a sus vidas. Todos por unos días somos sensibles a algo que debería ser la mayor de nuestras preocupaciones el resto del tiempo, que es aprovechar lo que estamos viviendo, el momento.
Después, llega la reflexión concreta sobre lo que hemos perdido. Suele dar la casualidad que nos parece que solo los buenos desaparecen. Siempre me maravilla esa sensación de que a nuestro alrededor solo hay gente con defectos y que allá en lo alto nos vigila un ejército de sabios benefactores que guían nuestros pasos. Lo peor de todo es que es cierto, y que no sé si es un hecho contrastado o una simple coincidencia, pero aún no he asistido a la pérdida de nadie que no me haya parecido irremplazable, admirable, inesperado y desgarrador. Será que tengo mucha suerte y mi entorno está lleno de gente que merece la pena conocer y cuya memoria me hace no solo soltar alguna lágrima de tristeza porque no estén, sino que dibuja una sonrisa en mi cara por haberles podido conocer.
Hoy, tras la vorágine de días tristes y de largas conversaciones, en la tranquilidad que me da la soledad, me doy cuenta de que el mejor homenaje que se le puede hacer a alguien no es en un templo religioso, ni con ramos de flores, tan siquiera con lágrimas... el mejor homenaje es recordar sus actos, sus anécdotas, sus fallos, las cosas que le hacían especial, los momentos en que nos hizo reir, sus muecas, sus frases, sus actitudes... todo eso compone un agradecimiento enorme porque haya compartido su vida con nosotros y nos hace darnos cuenta que en adelante seguirá estando con nosotros en cada conversación en la que aparezca.
Porque con cada nueva desaparición reaparecen antiguos desaparecidos. Un beso muy grande al último, a quién me alegro mucho de haber conocido, me apena tanto perderme a partir de ahora, ya que aunque suene tópico, poca gente deja vacios tan grandes a su alrededor cómo ha dejado él, y lo más importante, poca gente consigue que al recordarle, se fundan sonrisas y lágrimas.