Lo recuperó de una vieja estantería donde lo había colocado al menos 12, 13, quizás 14 meses atrás. Era la necesidad y no el sentimiento o la pena quien le obligaba a hacerlo. Necesitaba un ordenador donde escribir y las circunstancias le llevaban a tener la única opción de intentar recuperar aquellas viejas teclas que había dejado de lado para cambiarlas por una tecnología mejor, más rápida, más a la última.
Al cogerlo, recordó su peso, sus dimensiones conocidas, su tacto, todos ellos tan cotidianos durante tanto tiempo, en tantas ocasiones, tantos cuentos de piratas, de despedidas o deseos. Y ahora, todo parecía lejos, los dos apartados, viejos sin serlo, con polvo encima, asustados, encogidos. Necesitadas sus teclas y sus dedos.
Tardó tanto en encenderse como él tardaba en despertarse, las noches en vela para caer derrotado apenas un par de horas -con suerte- todas las noches, levantándose casi por inercia, por costumbre, sin ganas, cómo parecía hacer el viejo portátil, eternizándose en estar dispuesto a trabajar de nuevo para él.
Durante horas intento recuperar aquellas viejas teclas. Consultó manuales, probó programas, trucos, intuiciones. Y en medio de todo aquel lío técnico, por primera vez en mucho tiempo, se sintió tranquilo, relajado, a pesar de la dificultad de la tarea. Parecía absurdo, pero se dio cuenta de que había empezado a hablar a aquella máquina. Que había comenzado a contarle como se sentía, que pasaba por su cabeza. Lograba recuperar alguna utilidad o funcionamiento, y apretaba los puños como cuando su equipo metía gol. Y le animaba, diciéndole que pronto escribirían como lo habían hecho tanto tiempo atrás.
Hablaron, aunque sólo se le oyera a él, de viejos cuentos compartidos. De las princesas rescatadas, de los príncipes esforzados, de las parejas revueltas y los finales perdidos, aquellos que tan sólo él y aquellas viejas teclas conocían. Hablaron de las lágrimas y los besos, de los deseos y principios, de todas las veces que juntos habían escrito un “Érase una vez”.
Le contó sus dudas, sus derrotas, sus secretos. Se lo contó en cascada, sin poder callar ni querer hacerlo, al mismo tiempo que le pasó el último antivirus. Y tuvo que limpiar la tecla m porque una lágrima acabó por caer y amenazar con meterse en el espacio entre ella y la N.
Y cuando al fin, viejas teclas y viejos dedos, se sintieron tranquilos, limpios y descansados, dispuestos a empezar de nuevo, no muy modernos, no muy rápidos, no muy de este tiempo pero tampoco de ningún otro, un poco sobrando, un poco sin importarles nada más que escribir, abrió, como tantas otras veces, el programa para escribir algo.
Y sin saber cómo, ni porqué, a mitad magia, mitad sueño, quizás por algún fallo de alguno de los dos, mientras sus dedos aún ni siquiera tocaban sus teclas, asombrados ambos, 6 palabras encabezaban un archivo que sólo debía estar en blanco: “Lo recuperó de una vieja estantería…”