Viejos amigos y amigos viejos

Por David Porcel

Hay viejos amigos que dejan de serlo, y amigos que se hacen viejos. En los primeros el tiempo ejerce de guadaña, como el péndulo de Poe, imperdonable, implacable, oxidante. Son los que a tu paso se convierten en unos simples saludados, con quienes te une recuerdos de un pasado compartido, pero que, tras ponerlos sobre la mesa, queda un ¿y ahora qué? A estos viejos amigos, después de algún reencuentro fortuito, les ves, preguntas por su vida, pero sabiendo que cabalgáis en trenes distintos, y enseguida sobreviene un sentimiento de extrañeza y lo mucho que ha cambiado Fulanito. Pero hay también amigos viejos, que el tiempo, por dentro, no envejece. Son los amigos que sobreviven al péndulo, con quienes puedes darte un buen chapuzón en el mismo río, a la misma hora, casi en el mismo lugar. Son los amigos por los que el tiempo no pasa, y basta un brillo, una mirada, para descubrir que apenas nada ha cambiado, que sigues siendo el mismo de siempre que busca abrirse paso en un mundo que nadie acaba de entender muy bien. Con estos amigos nació algo bello, fulgurante, inmortal. El alma se abrió para ti, y tú para él, o para ella, y entonces entreviste que nadie –ni el tiempo con su guadaña- os arrebataría ese momento de luz compartida. Son los amigos que no mueren, y pueden pasar décadas que quedan ahí. Poso inmemorial. Ríos en los que nos podemos bañar dos veces seguidas, y no tan seguidas.