Las ciudades del interior, sobretodo si no están muy alejadas de la costa, cuelgan los fines de semana de agosto el cartel de “cerrado por vacaciones”. La mayoría de los comercios echan las persianas aprovechando el éxodo de una gran parte de la población. Las calles se quedan vacías y embargadas de una fantasmagórica quietud. Las escasas personas que las pueblan parecen almas atormentadas que deambulan cabizbajas y en silencio, como si temieran tropezarse consigo mismas. Son, en realidad, espíritus encarnados de muertos que no han podido abandonar el ataúd urbano en el que sobreviven durante el mes más tórrido del verano. Sólo cuando cae la noche, esos moradores del infierno salen al exterior en pos de los espacios de ocio que permanecen estoicamente abiertos. Allí se congregan los damnificados de estos días insustanciales que buscan en un cine o un bar, entre bocanadas de aire refrigerado, la compañía que les abjure de tanta soledad. Agosto es el mes de los viernes desérticos para los que toleran, por obligación o placer, de una calma chicha