VIII. La juventud militar

Publicado el 24 septiembre 2018 por Flybird @Juancorbibar

AL DESEMBARCAR EN RIO DE JANEIRO, en 1879, el estudiante cearense José Bevilacqua quedó deslumbrado con la vida en la corte. En su primer paseo por el centro de la ciudad se maravilló con los tranvías de tracción animal, novedad que aún no existía en Ceará. Transportaban a miles de personas y cruzaban la ciudad en varias direcciones. Los elegantes escaparates de las tiendas de la calle Ouvidor brillaban con la última moda de París y Londres. Los cafés, donde se reunían los políticos e intelectuales, estaban siempre abarrotados. En las calles, vendedores de periódicos vociferaban las últimas noticias que llegaban por telégrafo. El tropel de los animales de carga se confundía con los alaridos de los vendedores ambulantes. En una carta a sus padres, les contó haber encontrado todo “muy bonito y admirable”. Finalmente, sentenciaba:

     – ¡Rio de Janeiro es Brasil y la calle Ouvidor es Rio de Janeiro!

     Con sólo dieciséis años, Bevilacqua venía de una pequeña ciudad del interior cearense, donde su madre era profesora de primaria y su padre, maestro albañil. Había decidido mudarse a Rio de Janeiro con el objetivo de completar sus estudios e ingresar en una facultad, privilegio todavía muy raro entre los jóvenes brasileños de su edad. En esa época, los hijos de familias pobres, como él, sólo tenían dos alternativas para tener estudios superiores: ser cura o militar. Bevilacqua probó las dos. Primero fue seminarista en Belém, en Pará. Al darse cuenta que no tenía vocación religiosa, se alistó en el Ejército, requisito para ingresar en la Escuela Militar de Praia Vermelha, en la capital del Imperio. Esta decisión también lo pondría en el ojo del huracán responsable de la Proclamación de la República.

     Rio de Janeiro y la Escuela Militar de Praia Vermelha fueron el granero de la “juventud militar”, un grupo de aspirantes, cadetes y oficiales que prepararía y ejecutaría el golpe contra la Monarquía el 15 de noviembre de 1889. Bevilacqua estuvo en la tropa que ese día desfiló por el centro de la capital conmemorando la caída del Imperio. Todos eran jóvenes con perfiles muy semejantes, caso del capitán Serzedelo Corrêa, su colega de academia. Nacido en Pará en 1858, huérfano desde niño, Corrêa estudió en el Seminario Menor de Santo Antônio, en Belém. En 1874, también a los dieciséis años, se alistó en el Ejército y de este modo fue admitido en la Escuela Militar.

     La juventud militar fue la levadura de un bizcocho al que se añadirían más tarde, ya en vísperas del golpe, los demás ingredientes de la Proclamación de la República, incluyendo a los oficiales militares más veteranos, como los mariscales Deodoro da Fonseca y Floriano Peixoto, los hacendados del oeste paulista y toda la galería de periodistas, abogados e intelectuales republicanos. Las relaciones profesionales y personales de este grupo eran tan estrechas que el cearense Bevilacqua se convertiría en yerno de Benjamin Constant Botelho de Magalhães, profesor en la escuela de Praia Vermelha y mentor intelectual de este grupo de jóvenes. También colega de Bevilacqua, el fluminense Euclides da Cunha, futuro periodista, escritor y autor del clásico Os sertões, se casaría con la hija del mayor Sólon Ribeiro, igualmente integrante del grupo.

     Alumno de la Escuela Militar, en junio de 1888 Euclides da Cunha, entonces con 22 años, se autodefinía como “un obrero del futuro” en un artículo para la Revista da Família Acadêmica. “Hoy”, escribía él, “que nuestros ideales son, de hecho, los verdaderos y únicos materiales para la prodigiosa construcción de la civilización patria – nosotros, los obreros del futuro, (…) dentro de poco deberemos poner en marcha toda la fortaleza de nuestra vitalidad, todos los brillos de nuestro espíritu, todas las energías de nuestro carácter (…)”. En otro artículo afirmaba que “el republicano brasileño debe ser, sobre todo, eminentemente revolucionario”.

     En la Escuela Militar se estudiaba mucho. La carrera incluía álgebra, geometría analítica, cálculo diferencial, física experimental, química orgánica, trigonometría esférica, óptica, astronomía, geodesia, dibujo topográfico; táctica, estrategia e historia militar, derecho internacional, nociones de economía política y de arquitectura civil y militar. También era allí donde estudiantes pobres, venidos de las más diferentes regiones de Brasil, entraban en contacto con las ideas que en aquel momento germinaban revoluciones alrededor del mundo. Por eso, la escuela era también llamada “El Tabernáculo de la Ciencia”. Sus alumnos se conocían como “los científicos”, hombres contagiados por el Siglo de las Luces, imbuidos de la misión de entender y transformar el mundo.

     Ningún pensador tuvo tanta influencia sobre el pensamiento de la juventud militar de Rio de Janeiro como el francés Auguste Comte. Con 1,59 metros de altura, el rostro marcado por la viruela y una cicatriz en la oreja derecha, resultado de un sablazo que sufrió durante una pelea en la adolescencia, Isidore Auguste Marie François Xavier Comte fue el padre del “positivismo”, conjunto de ideas filosóficas y políticas que sedujo profundamente a toda una generación de intelectuales brasileños en la segunda mitad del siglo XIX, en especial en el ámbito militar. Nacido en enero de 1798, Comte apoyaba los ideales de la Revolución Francesa, que incluían el fin de la Monarquía, la ampliación de los derechos individuales, la separación entre Estado y religión, pero temía el carácter sanguinario que la revolución había adquirido, especialmente durante el llamado Régimen del Terror, en que miles de personas fueron decapitadas en la guillotina por divergencias políticas.

     Al contrario que Estados Unidos, un modelo relativamente estable de República, a comienzos del siglo XIX el experimento francés parecía no tener límites. Después de la revolución, Monarquía y República fueron derribadas y restauradas en Francia innumerables veces, siempre en medio de nuevos baños de sangre. El Régimen del Terror dio lugar a las guerras napoleónicas, donde los franceses intentaron imponer por la fuerza de las armas las ideas que la revolución no acertó a establecer en las asambleas populares. Tras la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo, en 1815, reyes y gobernantes civiles se turnarían en el poder durante más de medio siglo, hasta 1870, año de la consolidación de la República francesa. Cada fase venía con recetas nuevas para viejos problemas. Las ideas de Comte, resultado de su experiencia personal, buscaban poner cierto orden en el caos instalado en el continente europeo en esa época.

     El positivismo de Comte se basaba en un sistema filosófico llamado “Ley de los Tres Estados”. Según él, el ser humano pasaba por tres etapas distintas de evolución. La primera sería la fase teológica, en la cual las personas intentaban explicar los misterios de la naturaleza mediante la creencia en la acción de espíritus y elementos mágicos. Sería un estadio marcado por la confianza absoluta en los fenómenos sobrenaturales. La imaginación se revelaría siempre más fuerte que la razón. Las sociedades aún sujetas a la fase teológica tenderían a aceptar la idea de que la autoridad de los reyes y el poder del Estado tenían un origen divino, consecuencias de una delegación sobrenatural y no de un pacto libre entre las personas. La monarquía, por tanto, sería el régimen de gobierno natural de un estadio ingenuo y primitivo en la evolución humana, más próximo a la barbarie que a la racionalidad.

     El segundo estado en la evolución humana, según Comte, sería el metafísico. La imaginación daría paso a la argumentación abstracta. La acción de lo sobrenatural sería sustituida por la fuerza de las ideas. En este escalón estarían, por ejemplo, los filósofos griegos, que usaban la razón para explicar los fenómenos naturales. Como consecuencia de este cambio de foco, la organización y el gobierno de las naciones se sustentarían en la soberanía popular, nunca en un supuesto origen divino. Este, no obstante, sólo sería un estadio evolutivo intermedio, en el cual los seres humanos aún no tenían acceso al instrumento más fundamental en la adquisición del conocimiento – el método científico. La ciencia vendría a orientar el entendimiento y las acciones humanas sólo en la fase siguiente, la tercera en la escala de valores de Auguste Comte, que él llamó estado “científico” o “positivo”.

     Desde el punto de vista de Comte, era hacia ese tercer estadio donde buena parte de los seres humanos se encaminaba en el siglo XIX – por lo menos las sociedades que él juzgaba más educadas y desarrolladas, caso de los países europeos. En el estado “positivo”, la ciencia asumiría, finalmente, el papel de orientadora del conocimiento y de la evolución de los pueblos. Mediante la cuidadosa observación científica de los fenómenos sería posible, en primer lugar, sacar conclusiones seguras respecto del universo y también del comportamiento humano. El paso siguiente sería el de la acción transformadora del entorno social. El correcto entendimiento de las leyes naturales y sociales haría posible no sólo explicar el presente, sino también prever y organizar el futuro.

     Como se ve, el sistema de Comte resulta de la aplicación pura y simple de los principios de las ciencias exactas a las ciencias humanas. De la misma forma como, en matemáticas, dos más dos son cuatro, en la historia también habría elementos concretos que, debidamente analizados e interpretados, podían llevar a conclusiones lógicas y desdoblamientos previsibles. Esta noción sería la base de la moderna sociología, ciencia de la que Comte es considerado el fundador. De ella resultó también la expresión “Ordem e Progresso”, que hoy figura en el centro de la bandera nacional brasileña. En opinión de Comte, si existe un orden estático en las sociedades, capaz de ser comprendido por la observación científica, habrá también una dinámica social, responsable de las leyes de su desarrollo, o sea, el progreso. Una vez entendido el orden de la sociedad sería posible reformar sus instituciones como forma de acelerar su progreso.

     En el pensamiento del filósofo francés estaba, igualmente, la génesis de otro concepto que agitó las pasiones de los “científicos” de la Escuela Militar de Praia Vermelha – el de la dictadura republicana. La tarea de reformar la sociedad, según la propuesta de Comte, debía ser llevada a cabo por una élite científica e intelectual situada en la vanguardia de los tres estadios evolutivos. Orientado por la ciencia, consciente de su elevado papel en la sociedad positiva, ese grupo debía ser capaz de establecer y ejecutar planes con rumbo a un futuro de paz y prosperidad generales. La enorme masa de la población, pobre, analfabeta e ignorante, habría de ser guiada y controlada por la élite republicana, por no estar preparada aún para participar activamente del proceso de transformación. La República, por tanto, debía ser implantada desde arriba hacia abajo, como forma de prevenir insurrecciones y desórdenes populares que pudiesen amenazar la buena marcha de los acontecimientos.

     Auguste Comte se tomó tan en serio su sistema que, en los años finales de su vida, había sembrado las semillas de una nueva religión basada en los conceptos del positivismo. La “Religión de la Humanidad” tenía templos decorados con símbolos e instrumentos científicos donde sus fieles se reunían. En su código doctrinario, la figura de un Dios cristiano había sido sustituida por la propia humanidad. En los nichos hasta entonces ocupados por la enorme galería de santos de devoción católica ahora estaban los grandes rostros del pensamiento humano. Así, en lugar de san Pablo, san Pedro y san Antonio, los fieles eran guiados a venerar a Homero, Aristóteles, Dante, Gutenberg, Shakespeare, Descartes y otros grandes nombres de las ciencias y la filosofía.

     Mientras desarrollaba los fundamentos de la “Religión de la Humanidad”, Auguste Comte se enamoró de Clotilde de Vaux, diecisiete años más joven que él. Ambos venían de un primer matrimonio fracasado. Él la definió como su “arrebatadora pasión crepuscular”. Bajo su inspiración, Comte escribió una de sus últimas obras, el Sistema de filosofía política, base doctrinaria de la religión positivista, en cuyo panteón la misma Clotilde figuraría como santa y musa inspiradora de todos los discípulos.

     Tras la muerte de Clotilde, Comte se proclamó el primer Sumo Pontífice de la nueva religión, adoptó el voto de castidad y se retiró a su casa, donde acabó consumiendo un vaso de leche por la mañana y un trozo de carne con legumbres por la noche, a veces acompañado de pan seco, en “solidaridad con los que no disponían ni siquiera de eso para saciar su hambre”. Murió en 1857, a los 59 años.

     En la segunda mitad del siglo XIX, el positivismo ya estaba en decadencia en Europa, como religión tanto como sistema filosófico. En Brasil, sin embargo, llegaría a su apogeo en esa época y sería el germen de la gran transformación ocurrida en 1889 – como demuestra el lema “Ordem e Progresso” insertado en la bandera nacional. “Para que tengamos una República estable, feliz y próspera, es necesario que el gobierno sea dictatorial, y no parlamentario”, defendió en un discurso el 14 de diciembre de 1889, un mes después de la Proclamación de la República, el ministro de Agricultura del nuevo gobierno provisional, el gaucho Demétrio Nunes Ribeiro, fiel seguidor del ideario de Auguste Comte.

     El primer gremio positivista se creó en Rio de Janeiro en abril de 1876 con el objetivo de “promover un curso científico” y construir una biblioteca. Entre los siete fundadores estaban dos profesores de la Escuela Militar de Praia Vermelha, el entonces mayor Benjamin Constant y el ingeniero militar Roberto Trompowsky Leitão de Almeida. Cinco años más tarde, el gremio entraría en crisis. Dos de sus miembros, Miguel Lemos y Raimundo Teixeira Mendes, ex-alumnos de la Escuela Politécnica, insistieron en transformarlo en la iglesia Positivista de Brasil, subordinada a la dirección de Pierre Laffite, sucesor espiritual de Comte en Francia. Benjamin Constant y otros socios pidieron la dimisión alegando estar en desacuerdo con los desdoblamientos religiosos de las ideas del filósofo francés. Algún tiempo más tarde, al tratar del tema con el futuro vizconde de Taunay, Benjamin le recomendó: “No siga puntualmente todo el sistema (…); en no pocos puntos de él me aparto, ni practico la religión de la humanidad, pero estudie los libros del maestro; instrúyase con sus ideas”.

     A partir de ahí la historia del positivismo en Brasil quedó dividida en dos vertientes. La primera, la religiosa, se volvió irrelevante. En 1890, primer año de la República, la “Iglesia de la Humanidad” contaba con sólo 159 adeptos en todo el país. Como ideología política, sin embargo, las ideas de Comte tendrían un impacto enorme y duradero en la historia republicana. Algunos estudiosos llegaron a establecer vínculos entre ellas y la Revolución de 1930, liderada por el gaucho Getúlio Vargas, él mismo un ex-adepto del positivismo. De la misma forma, habría en el golpe militar de 1964 un eco positivista tardío, tan profundamente arraigada en el pensamiento militar estaba la idea de un grupo iluminado capaz de conducir de forma dictatorial los rumbos de la peligrosamente inestable República brasileña.

     En 1878, los alumnos de la Escuela Militar de Praia Vermelha crearon un club secreto republicano, que funcionaba en una pequeña casa en el barrio de Botafogo. Otro club, también secreto, fue fundado en 1885, bajo el disfraz de asociación de beneficencia. Sus socios recibían regularmente los ejemplares de A Federação, periódico republicano dirigido en Rio Grande do Sul por el positivista Júlio de Castilhos. Este grupo se caracterizaba por el rechazo a las prácticas religiosas tradicionales, vistas como retrógradas y propias de la primera fase de la evolución humana descrita por Auguste Comte.

     Los jóvenes “científicos” de la Escuela Militar se declaraban ateos o agnósticos. Para ellos, el desafío de la reforma de las instituciones incluía modificar a la misma religión católica, tenida como una de las razones del atraso brasileño. “Tenemos por el catolicismo, y por las entidades que lo representan, el mismo religioso respeto que tiene el arqueólogo por los restos de una civilización antigua excavados bajo montones de ruinas”, escribió el teniente Lauro Sodré, estudiante de la Escuela Militar entre 1876 y 1884, y que durante la República sería el primer gobernador de Pará. “La Biblia del futuro es el libro de la ciencia”.

     En 1886, Lauro Sodré fundó en Belém el primer club republicano de Pará, cuyo objetivo era “la eliminación de la realeza, que, para nosotros, representa la causa de nuestro atraso”. El lenguaje del manifiesto divulgado por Sodré era incendiario, pregonando abiertamente la revolución popular armada contra la Monarquía:

Creemos firmemente que ha de venir desde abajo la revolución destinada a romper las armas de la tiranía, consagrando los instrumentos de la democracia. Nosotros reconocemos el derecho a la insurrección de los pueblos. Hay momentos en que los impedimentos levantados por el oscurantismo contra el avance del engranaje social tienen que ser removidos con la fuerza de las multitudes. (…) Es sobre las ruinas y los destrozos del pasado donde se levantará el futuro. Progresar y continuar, pero la construcción tiene como preliminar indispensable la demolición. 

     La propagación de estas ideas en un país católico y conservador generaba inquietud y preocupaciones. Ejemplo de esto es un gracioso episodio que le ocurrió al cearense José Bevilacqua y a su familia. En abril de 1886, cuando él ya era un miembro activo en las reuniones y sociedades secretas de la juventud militar, su madre se asustó al saber que su hijo iba a vivir en una “república” de estudiante. En el interior de Ceará, donde ella vivía, la simple mención de la palabra “república” era considerada peligrosa. Por carta, su hijo intentó tranquilizarla explicándole que se trataba de un malentendido:

No hay motivos para sentir escalofríos ante la palabra República; en primer lugar porque simboliza la forma de gobierno en que los derechos de los ciudadanos están mejor definidos, en cuanto que no admitiendo privilegios de familia o de clase, las leyes igualan a todos los ciudadanos y su única distinción es aquella que proviene del mérito y de las virtudes individuales (…); además se trata de una casa de estudiantes, que allí se suele designar con ese nombre.

     En resumen, la “república” que tanto asustaba a la madre de Bevilacqua no pasaba de un alojamiento estudiantil – denominación que todavía hoy se utiliza en las ciudades de confluencia universitaria, caso de Ouro Preto, en Minas Gerais. Pero era precisamente en lugares como ése donde germinaba, en 1889, la semilla de la caída del Imperio. Y no por casualidad se llamaban repúblicas.

Laurentino Gomes