A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y de la naturaleza como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a olvidarnos de nuestras terribles circunstancias. Si alguien hubiera visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un campo de Baviera, contemplamos las montañas de Salzburgo con sus cimas refulgentes al atardecer, asomados por las ventanucas enrejadas del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba de los rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres. A pesar de este hecho -o tal vez en razón del mismo- nos sentíamos transportados por la belleza de la naturaleza, de la que durante tanto tiempo nos habíamos visto privados. Incluso en el campo, cualquiera de los prisioneros podía atraer la atención del camarada que trabajaba a su lado señalándole una bella puesta de sol resplandeciendo por entre las altas copas de los bosques bávaros (como se ve en la famosa acuarela de Durero), esos mismos bosques donde construíamos un inmenso almacén de municiones oculto a la vista. Una tarde en que nos hallábamos descansando sobre el piso de nuestra barraca, muertos de cansancio, los cuencos de sopa en las manos, uno de los prisioneros entró corriendo para decirnos que saliéramos al patio a contemplar la maravillosa puesta de sol y, de pie, allá fuera, vimos hacia el oeste densos nubarrones y todo el cielo plagado de nubes que continuamente cambiaban de forma y color desde el azul acero al rojo bermellón, mientras que los desolados barracones grisáceos ofrecían un contraste hiriente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor del cielo. Y entonces, después de dar unos pasos en silencio, un prisionero le dijo a otro: «¡Qué bello podría ser el mundo!».