Les va la reseña que Enrique Vila-Matas escribió (y publicó en El País) sobre la novela Magma, del inglés Lars Iyer (cuyo famoso manifiesto ya habíamos pegado aquí), pero si quieren ampliar el panorama, también les dejo este enlace al blog El lamento de Portnoy, en donde encontrarán unos apuntes sobre la misma. Vamos con lo de V-M:Que haya crisis no significa que tengamos que seguir siendo anacrónicos realistas cuando nos dedicamos a la literatura. O que haya que poner medallas a los que se portan bien, es decir, a los que son serios y reproducen, copian, imitan a la realidad sin querer ver que esta, en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad, es inasible y, por tanto, literalmente no narrable. Por si alguien quiere escapar un rato de esa chata vía nacional, propongo que nos desviemos hacia el humor, hacia la sátira trágico-cómica que nos ofrece Magma, primera novela de Lars Iyer, profesor de filosofía en Newcastle. La ha traducido José Luis Amores y publicado Pálido Fuego y es una potente burla de la majadería general que domina la “vida literaria” de nuestros días. En Magma dos intelectuales de nuestro tiempo viajan por una Europa en la que la literatura se ha convertido ya sólo en un producto más del mercado, en algo que es visto como interesante, distinguido, valeroso, respetado, pero también como insignificante. Los dos personajes, Lars y W., beben y se tienen un inmenso afecto mutuo que se transmiten a base de insultos, arte que practican con ingenio, como si recordaran que Nietzsche decía que en nuestro mejor amigo deberíamos tener a nuestro mejor enemigo. Dice W: “Mira en lo que nos hemos convertido”. Y reímos, porque pensamos que, en un mundo sin salida, la salida puede ser amena. Son dos intelectuales europeos adorablemente patéticos, que remiten al linaje de famosos dúos cómicos de la literatura (Quijote y Sancho, Vladimir y Estragón, Finn y Sawyer). Lars es el narrador, pero su discurso consiste básicamente en informar de los insultos de su amigo W., implacable con la penosa condición docta de los viajeros entregados al desastre de cualquier vida literaria de hoy en día. A menudo, las voces se confunden. “Somos Brod y Brod, y ninguno de los dos es Kafka. Este es el Fin del Mundo, pero ¿quién lo sabe excepto nosotros?”. Lars Iyer describe un mundo literario a la deriva, donde sólo puede uno aferrarse a la seguridad de que las circunstancias en las que surgieron aquellas vanguardias de antaño ya no existen: aquellas condiciones, ligadas al ambicioso modernismo, se han desvanecido, y con ellas el sueño en su conjunto de la gran literatura. Se insinúa la necesidad de salvarse enlazando con el eslabón perdido de aquel modernismo, pero al mismo tiempo se narra la imposibilidad de lograrlo. Todo esto, que podría ser inmensamente negativo, acaba siendo muy creativo. “Sin una relación con el modernismo, no hay futuro. Sin reconocer que la relación con el modernismo es totalmente imposible, no hay futuro. Sin reconocer que no hay futuro, no hay futuro”, decía el otro día Lars Iyer, para quien sólo tienen horizonte los que tienen un discurso que incorpora la conciencia de fin de trayecto. El limbo queda para los demás. Iyer convierte en narración desaforada su teoría de que el problema actual no es la imposibilidad de escribir (más propia de los años cuarenta), sino la imposibilidad de experimentar la imposibilidad de escribir. Falta el entorno del viejo orden del mundo literario, y esto provoca que las sesiones de insultos de Brod a Brod se muevan en una exasperada pero creativa atmósfera de risas en el gran duelo por todo lo perdido. Novela en la que asistimos al penúltimo funeral por la desaparición de nuestros intelectuales. “Estamos perdidos en Europa, dos monos, dos idiotas, aunque uno es infinitamente más imbécil que el otro”. Es terrorífico, pero Lars y W. no sólo no tienen lectores, sino que no tienen ni a quien pasarle un simple informe sobre el tren en el que viajan. Les recuerdo a los dos alumbrándose a sí mismos en uno de los vagones, avanzando por una Europa nocturna en olor de ginebra, mientras se preguntan desesperadamente cuál es su lugar en el mundo. Ninguno. Compartir