A través de un montaje por momentos abrupto, por momentos desconcertante, Benoît Jacquot deconstruye la novela homónima de Pascal Quignard. Los quiebres espacio-temporales exigen cierto esfuerzo intelectual por parte del espectador asomado al derrotero de Ann Hidden (atención al apellido que en inglés significa “escondido/a”).
A diferencia de la Liz Gilbert de Roberts, la compositora de piano que encarna Huppert no encuentra verdades absolutas ni un bombón como Javier Bardem. Su escapada no es reveladora ni aleccionadora: las editoriales especializadas en libros de (auto)ayuda difícilmente reivindicarían a este personaje incorrecto como modelo exitoso de (auto)superación.
El guión de Jacquot evita, ya no la verborragia típica en Hollywood, sino las explicaciones. No es necesario decir dónde se dirige Ann exactamente ni cuánto tiempo planea quedarse; sí en cambio parece importante insistir en la compulsión por deshacerse de pertenencias y en la natación como ejercicio indispensable para convertirse en la versión contemporánea, XX (en honor a los cromosomas) y por elección propia de Robinson Crusoe.
Villa Amalia carece del baño de marketing turístico que solemos encontrar en películas liberadoras/feministas como Comer, rezar, amar… o la simpática Yo amo a Shirley Valentine. La belleza de la costa italiana es indisimulable, pero en ningún momento adquiere un status protagónico, paradisíaco si se quiere.
Inspirado en Quignard, Jacquot aborda la condición relativa e inasible de la felicidad. Nada más alejado de una fórmula revelada cuyos tres verbos imperativos abren la puerta de un bienestar de publicidad.