Soy un gran admirador de las hermanas Brontë. Hace unos diez años leí, de forma bastante seguida, las novelas Cumbres borrascosas de Emily Brontë, Jane Eyre de Charlotte Brontë, Agnes Grey y La inquilina de Wildfell Hall de Anne Brontë. También leí más de un prólogo o página de internet donde se hablaba de sus vidas cortas y un tanto extremas en los páramos de Yorkshire. Es más, durante el verano que pasé en Londres en 2006 me apunté (y ninguno de mis amigos quiso venirse conmigo) a un viaje organizado de un fin de semana en el que se visitaba principalmente York, Bradford y Haworth. Haworth es el pueblo donde vivían las hermanas Brontë en Yorkshire. Allí se podía visitar su casa familiar. Paseé por esa casa, estuve a un metro del sofá en el que murió Emily y de la mesa en la que escribía. Miré a través de las ventanas hacia la iglesia en la que el padre de las Brontë trabajaba como párroco. En el espacio entre la casa y la iglesia se encontraba el cementerio del pueblo, que sería el primer jardín de las hermanas, el primer horizonte que veían al asonarse a las ventanas de sus cuartos. Observé las primeras ediciones de los libros que he comentado más arriba, expuestas en vitrinas. Me fotografié delante de la casa, fotografié la iglesia a través de una de sus ventanas; tengo otra foto delante de una tienda que en otro tiempo fue la oficina de correos donde las hermanas depositaban sus novelas para hacérselas llegar a los editores de la capital, fingiendo ser hombres. Otra delante del pub Black Bull, donde Branwell Brontë, el único hermano varón de la familia, el que según los códigos de la época era el que estaba destinado a ser el artista de la familia Brontë y sólo acabó siendo un alcohólico, dio sus primeros tragos. Es una pena que en 2006 yo aún tuviera una cámara de carrete y que no pueda subir aquí estas fotos.
Charlotte Brontë (1816-1855) fue la más longeva de de los seis hermanos del matrimonio Brontë, y eso que sólo vivió hasta los treinta y nueve años. Emily alcanzó los treinta y Anne veintinueve. El malogrado Branwell –que de niño escribía, como sus hermanas, y que quería ser pintor, pero que no fue dotado para la pintura con un talento equivalente al que tuvieron sus hermanas para la escritura- vivió treinta años, y las dos hermanas mayores, Maria y Elizabeth, murieron con once y diez años de tuberculosis.
Anne sólo escribió las dos novelas que he citado al principio (además de algunos poemas, publicados en un libro junto a los de sus otras dos hermanas), Emily sólo (y ese “sólo” no deja de ser irónico al hablar de un libro tan grande) pudo crear Cumbres borrascosas, y a Charlotte le dio tiempo a escribir cuatro novelas, aunque fueron tres las que vio publicadas en vida.
Villette, publicada en 1853 –dos años antes de su muerte- fue la última novela escrita por Charlotte Brontë. La compré en La Casa del Libro de Gran Vía, un día en la que se encontraba medio desierta porque casi todo Madrid se estaba preparando para ver la final de la Champions y yo había reservado (no sin cierta ironía) mesa en un restaurante sin televisor que siempre suele estar lleno y que ese día, por supuesto, estaba vacío. Era el día después de mi cumpleaños y Villette fue uno de los libros que compré gracias a la devolución de otro, que fue un regalo desafortunado.
Para escribir Villette, Charlotte usó las experiencias que vivió como estudiante en un internado de Bruselas. De hecho, la Villette del título, como se aclara en una nota de la edición de Alba (pág. 73), es el nombre que Charlotte dio a la ciudad de Bruselas, y el gran reino de Labassecour, donde se ubica Villette, no es otro que el reino de Bélgica. Quizás cambió los nombres por algunas opiniones controvertidas que da la protagonista de esta novela sobre el carácter de los labassecourinos o sobre su rey, que aparece en un capítulo. La protagonista y narradora de Villette es Lucy Snowe; quien pronto se quedará huérfana y al no disponer de herencias ni de protectores tendrá que buscarse la vida. Toma una decisión arriesgada (“Era como si el destino quisiera empujarme a la acción”, pág. 52): va a abandonar Inglaterra, camino del continente, con la intención de trabajar como institutriz en un país que valore el que parece ser su único activo: saber hablar un inglés correcto. Al llegar a Villette va a encontrar trabajo y alojamiento en el internado para señoritas de Madame Beck. La lucha de Lucy por encontrar su lugar en el mundo no parece acabarse aquí. Madame Beck la somete a una estrecha vigilancia; y las relaciones de amistad que establece con las personas que conoce en su nueva ciudad no consiguen satisfacerla. Su crisis existencial estallará un verano en el que las internas toman vacaciones y ella se queda más sola que nunca. A sus veintitrés años, Lucy Snowe es una mujer no ya tan joven para la época, carente de atractivos físicos y de posición, y que tiene que trabajar para ganarse el sustento. Lucy Snowe es la heroína clásica de una novela de las hermanas Brontë (sobre todo de las de Anne y de las de Charlotte, porque las de Emily son más extremas), donde abundan las profesoras o institutrices; mujeres sensatas, recatadas, carentes de atractivos físicos, que van a denunciar la frivolidad y las injusticias que les tocarán vivir en las casas de los poderosos. Lucy Snowe narra su historia desde un punto que parece bastante lejano en el tiempo a los hechos acontecidos; así que, si la novela se publicó en 1853, debe estar ambientada al menos unas décadas antes. De forma continua, la narración -como es propio del siglo XIX- interpela al lector con expresiones como éstas: “Los lectores pueden suponer”, “El lector se preguntará”. Aunque las novelas de las Brontë se apartan del ideal de la heroína romántica del siglo XIX, al presentar a mujeres que buscan su independencia y que son, por tanto, protagonistas femeninas que se adelantaron a su época (mujeres fuertes que han de desenvolverse en un mundo de hombres), tampoco renuncian a la búsqueda del amor romántico. Villette, dentro de su afán realista, presenta algunos rasgos propios de la novela gótica: muchas escenas amenazantes están unidas a elementos meteorológicos adversos, frío, lluvia, profunda oscuridad…; además del hecho de que el internado de Villette cuenta con la simpática leyenda de un fantasma en forma de monja, que se empeña en aparecerse ante Lucy.
Lo que menos me ha gustado de Villette ha sido algún truco narrativo que no dejaba de ser descortés con el lector: en Villette Lucy va a coincidir con una mujer y su hijo, con lo que se relacionó diez años antes, en los dos primeros capítulos de la novela. El lector sabe (por lógica constructiva) que esas personas de los dos primeros capítulos van a aparecer después en la trama de la novela, pero en realidad ya han aparecido mucho antes de que el lector sea informado. Lucy ha reconocido al apuesto joven que conoció en Inglaterra cuando ella tenía unos trece años y él dieciséis, y en cuya casa estuvo viviendo. Pero el joven no la ha reconocido a ella hasta muchas páginas después de que se haya producido el reencuentro. Me resultó poco creíble esta evolución de la trama que incide en unas casualidades poco verosímiles, propias de otro de los grandes del siglo XIX, Charles Dickens. Pero menos creíble es que ese chico de veintiséis años se relacione con alguien que vivió largas temporadas en su casa, diez años antes, y no sea capaz de reconocerla. Y otro truco narrativo es que Lucy sí que le haya reconocido pero mantenga el secreto ante el lector al menos cien páginas.
Salvado este pequeño problema, lo cierto es que la novela posee un notable ritmo narrativo, está muy bien escrita (aunque resultan un poco cansadas tantas citas de la Biblia, bien documentadas siempre por la traductora a pie de página); y presenta escenas muy bien dibujadas; y uno acaba cogiendo cariño a Lucy Snowe, esta heroína sensata, poco agraciada, y que, sin posición social, ha de buscarse la vida y encontrar la felicidad en un mundo profundamente machista.
Villette, por supuesto, merece la pena, como novela documental del siglo XIX, pero si alguien no conoce la obra de las hermanas Brontë le recomendaría empezar por Cumbres Borrascosas de Emily o Jane Eyre de Charlotte; ambas en la gran traducción de Carmen Martín Gaite. Después podría seguir con La inquilina de Wildfell Hall de Anne. Y vuelvo a reiterar mi gran admiración por las hermanas Brontë; periféricas, trágicas y mujeres en un mundo de hombres, que se empeñaron en romper los moldes de la época teniendo todas las de perder; y ganaron.
Por cierto, la traducción y la edición de Marta Salís para Alba son impecables.