Mientras leo en la prensa la noticia sobre la muerte de Amelia Amaya Jiménez, maltratada, vejada y sasesinada por su pareja tras una brutal paliza registrada en una vivienda de Txurdinaga, en Bilbao, un escalofrío recorre mi cuerpo ante tanta barbarie y miles de preguntas martillean mi cabeza. ¿Por qué una mujer golpeada sistemáticamente regresa al domicilio de su agresor, sabiendo que puede ser una víctima más de la violencia de género? ¿Cómo es posible que un hombre con una orden de alejamiento pueda acercarse a su pareja y compartir el mismo techo, sin que ningún familiar, amigo o amiga denuncie este hecho? ¿Por qué miramos hacia otro lado? ¿Por miedo? ¿Por comodidad?
¿Qué clase de sociedad estamos creando? ¿Acaso nos estamos inmunizando ante una lacra que en menos de siete meses se ha cobrado la vida de 45 mujeres? ¿Estamos haciendo todo lo posible para erradicar el maltrato? ¿Qué más nos queda por hacer? La violencia, en cualquier faceta y en cualquier expresión, es un termómetro que permite medir la catadura moral de una sociedad y, en el tema que nos ocupa, es obvio que no somos un buen ejemplo. Tampoco podemos olvidar que sólo conocemos la punta del iceberg del fénomeno del maltrato. Sabemos cuál es el número de mujeres asesinadas, pero no sabemos nada del porcentaje que suman quienes sufren acoso psicológico, desgaste emocional, discriminación laboral y todavía callan en silencio.
La violencia contra la mujer constituye una violación clara de su dignidad como persona y atenta contra los derechos humanos fundamentales. Tiene su origen, sin duda alguna, en la desigualdad, en la división de roles, en el reparto injusto de las tareas del hogar, en la doble vara de medir que se aplica en el trabajo entre hombres y mujeres, en el uso y abuso de la publicidad sexista, en la supeditación a las necesidades y directrices de la familia patriarcal,… Sólo cuando hagamos frente de verdad a todas estas prácticas, aún instaladas entre nosotras y nosotros, habremos dado un paso efectivo hacia la superación del maltrato.
Mientras tanto, cada una y cada uno, en nuestro mundo más cercano, debemos ser agentes de igualdad y actuar en coherencia con lo que predicamos, que no siempre ocurre; pero sobre todo hemos de ser valientes y cuando sepamos que una mujer es víctima de su pareja o ex pareja tenemos que dar un paso al frente y denunciarlo. Las instituciones, por su parte, también pueden hacer más. Educar en valores de respeto, tolerancia y convivencia. Invertir más recursos en prevención, asistencia y acompañamiento, de modo que ninguna mujer se sienta desatendida cuando necesita ayuda. Sé que nos encontramos ante un problema complejo, pero la solución está en manos de todas y todos. Nuestra actitud también cuenta.