Violencia y síndrome Amok

Por Alvaromenendez
Amok o El loco de Malasia es un conocido relato del genial escritor austriaco Stefan Zweig. Aunque el término amok pueda recordar a ciertos nombres bíblicos en realidad se trata del vocablo malasio meng-âmok que significa algo así como 'atacar y matar con ira ciega'. Actualmente ha vuelto a ser oído a raíz de los asesinatos que, en España por ejemplo, se producen caracterizados por una ira ciega y falta de sentido, sin móvil aparente alguno y en los cuales el asesino parece estar sometido a una crisis de locura o enajenación ante la que los profesionales psiquiátricos han de enfrentarse para lograr un diagnóstico acertado del origen de tal desajuste. A esta locura asesina se la denomina síndrome Amok y está creciendo  alarmantemente en nuestro mundo actual.
Desde aquí considero necesario un análisis del problema desde el punto de vista filosófico y teológico. No en vano, profesionales criminólogos y psiquiatras no dejan de hacer referencia a que el síndrome de ira asesina viene marcado por unos índices en los que los valores de la virtud moral y de la creencia se hallan ausentes en aquel individuo que llega a cometer actos tan atroces como el del asesinato cometido en una iglesia de Madrid hace pocas semanas.

Un proyecto de vida hacia adelante

Ante todo hay que afirmar y recordar que este tipo de conductas no son excrecencias que nada tengan que ver con la realidad sino que más bien son en cierta medida fruto de la misma. Individuos enfermos en una sociedad enferma y sin valores que engendra conductas de aislamiento y enajenación, de egoísmo y de falta de amor. Una sociedad en la que la vida personal se considera una absoluta cuestión privada, rompiéndose así la dinámica vocacional de servicio que, a lo largo de toda la vida, va enriqueciendo y configurando teleológicamente cada existencia concreta, la del propio yo y la de los demás, con quien ha de existir siempre una relación de caridad, de reconocimiento y de servicio. Siendo así que todo esto humaniza al hombre, su carencia le transforma en un ser movido por impulsos animales y egoístas totalmente inhumanos o, si se quiere, deshumanizadores. Estos son los resultados de una era neopagana, en la que las situaciones límite −que siempre han acompañado al hombre a lo largo de su historia− provocan un desnudamiento y un vacío conducente a la ira explosiva y a la violencia sin control. Estas situaciones límite, o Grenzsituationem, tal y como las define el filósofo Karl Jaspers, se engloban dentro de las realidades del sufrimiento, de la lucha, de la culpa y de la muerte:
«Situaciones como la de tener que estar siempre en situación, no poder vivir jamás sin lucha ni dolor, deber asumir inevitablemente la propia culpa o tener que morir, son situaciones límite. No cambian en sí mismas, solamente en su forma de presentarse. Son definitivas respecto de nuestro estar ahí. Se escapan a nuestra comprensión, como también se escapa a nuestro estar ahí lo que las trasciende. Son un muro contra el que chocamos y en el que naufragamos. No podemos cambiarlas lo más mínimo y debemos limitarnos a considerarlas con suma claridad, sin que las podamos explicar o justificar por algo. Subsisten con el propio estar ahí», K. Jaspers, Filosofía, 678-679.
Como decíamos, el momento histórico en el que nos hallamos y que hemos definido como era neopagana sufre hasta el grado de cataclismo cuando el paradigma del individuo que es hijo de una época así se topa cara a cara con la existencia real de las mencionadas situaciones límite. ¿Qué puede hacer el ser humano ante estas situaciones? ¿Huir? ¿Olvidar? ¿Esconderse? ¿Fingir que no existen? Las ciencias puras y la tecnología no parecen ser grandes chalecos salvavida ante tamaña tormenta existencial. Teniendo como centro de experiencia el abandono, el fracaso y la casi segura sentencia de muerte, los conflictos del individuo suponen la transmisión de una negatividad alimentada por la soledad y el anonimato propios de la gran ciudad, la cual aliena e impersonaliza, mientras que las excelsas preguntas que conducirían al intento grandioso de conquistar la verdad y la virtud se presentan como un coste adicional cuya respuesta es vista no solo con recelo sino ya incluso con pereza, como si no fuese necesario ni mereciese la pena ponerse manos a la obra con el fin de recuperar tanto la verdad de la pregunta como la seguridad en el hallazgo de la respuesta. Es claro cómo la Modernidad, tal como ya han dicho otros pensadores, finalmente ha desembocado en el desencanto [1]. Esa es la actitud. El desencantado que es víctima de la violencia propia del síndrome de Molok es un ser desencantado, primero, de sí mismo. Seguramente será víctima de una patología mental y/o esté bajo los efectos de un prolongado uso de estupefacientes. Estamos ante uno de los quicios de lo irracional: precisamente allí donde la rebelión contra todo y contra todos se desboca hacia la (auto)destrucción. NOTAS [1] Carlos VALVERDE s.i., Génesis y estructura de la modernidad, BAC, Madrid 2003.