Eduardo Anguita
eanguita@miradasalsur.comOTRAS NOTAS
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Una película en construcción
La película está en etapa de preproducción. Por ahora se llama La Guardería, pero su nombre puede cambiar si durante la investigación y el rodaje los realizadores encuentran alguna palabra que resuma la idea. Como proyecto en elaboración, será presentado en el Doc Buenos Aires/Latin Side of the Doc, que comienza pasado mañana en la Ciudad, y se extiende hasta el 3 de diciembre, en el marco de Ventana Sur, el mercado organizado por el INCAA en alianza con el Marché Du Film del Festival de Cannes.
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Dolor y satisfacción
La Guardería de La Habana fue una experiencia inédita, probablemente irrepetible, generada en el marco de una situación de excepcionalidad. Éramos conscientes de la brutalidad genocida de la dictadura, capaz de torturar a un niño para intentar obtener información de los militantes. Surgió así la propuesta de La Guardería.
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La guardería de Montoneros: Recuerdos de una infancia cubana
Año 1979, la conducción nacional de Montoneros lanza la Contraofensiva y cientos de militantes que están en el exterior se preparan para volver al país.
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“Íbamos por lo menos una vez por semana”
Roberto Perdía fue uno de los dirigentes más importantes de la conducción nacional de Montoneros y uno de quienes más responsabilidad tuvieron al momento de organizar La Guardería.
–¿Hubo alguna discusión a nivel conducción acerca de las guarderías?
–Apareció como una lógica dentro del proceso que se fue dando. Hablamos con los cubanos y les pareció bien. Llevamos a los chicos, inclusive arreglé el traslado de varios desde España. En situaciones distintas se los fue llevando a La Habana. No me acuerdo la cantidad exacta, pero eran alrededor de veintipico de chicos. -
“¿Cómo nos iban a recordar?”
Susana Brardinelli no sólo es la mamá de Virginia y de Diego Croatto. Es, nada más y nada menos que la famosa “tía” de muchos hijos de militantes que pasaron por La Guardería. Ella fue la responsable organizativa de ese lugar y asumió todas las tareas de atención y cuidado de los chicos.
–En aquellos tiempos me preocupaba mucho acerca de cómo nos iban a recordar los chicos, ya que era una situación difícil. Por suerte, en los últimos años, me he cruzado casualmente con algunos de ellos y guardan un recuerdo muy lindo de aquella guardería.
–¿Cómo llegaste a La Guardería? -
El doloroso adiós a Virginia
Albert Camus, en El mito de Sísifo, planteó a mitad del siglo XX una discusión controvertida dentro del movimiento existencialista: que el sentido de la vida debería ser la pregunta más apremiante del ser humano. “Hay un solo problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”, escribió el ensayista franco-argelino. Virginia Ogando respondió esa pregunta con su vida: esta semana se mató en la ciudad de Mar del Plata. Tenía 38 años y dos hijos.
Virginia volvió a la Argentina a fines del ’83. Con su madre y su historia a cuestas. Se instalaron en Quilmes y en marzo del 84 ya estaba en la escuela, con su guardapolvo blanco y su mochila, al lado de otros chicos que habían nacido, como ella, en el ’76. Sin embargo, esos chicos criados en plena dictadura, no podían tener ni idea de que, esa nena de rubios rulos y profundos ojos celestes había vivido una historia increíble. Una historia que hoy cuenta con una memoria y una crudeza que conmueve hasta las tripas. Que interpela cada verdad que hayamos construido en estos años de democracia respecto de lo que fueron los años de revolución y calvario. Porque no sólo hubo héroes y villanos, no sólo hubo víctimas y victimarios. Lo que cuenta Virginia nos lleva a la esencia misma de la condición humana.
Esa guardería fue un hecho real y concreto por el cual pasaron los hijos de una cantidad de cuadros montoneros. Fue una medida defensiva. Porque esa guardería era un refugio para evitar que ese medio centenar de pibes tuviera el mismo destino que el medio millar de hijos de militantes que eran secuestrados para cambiarles la identidad y fabricarles una nueva intoxicándolos de mentiras.
Virginia lo cuenta sin vueltas. La lectura de su entrevista permite disparar críticas, seguramente. Pero hay algo clave: “A los chicos no nos decían mentiras”. Estamos hablando de cómo les contaban, por ejemplo, a un nene de tres años, algo así como: “No vas a ver más a tu papá porque murió combatiendo o lo secuestraron y ahora es un desaparecido”.
Hay que pensar y discutir La Guardería. Porque en el álbum de familia, quienes participamos de aquel intento revolucionario de los setenta no podemos obviar todos los costados filosos, los dilemas, aquellas cosas que requieren valentía para entender el pasado y defender una ética militante. Pero para que esa historia pueda ser dimensionada, no alcanza para nada con la voz de quienes tuvieron injerencia directa o indirecta en la ingeniería de esa guardería. Es preciso, es absolutamente imprescindible, poner en valor voces como la de Virginia. Porque, en definitiva, buena o mala, el objetivo era proteger la vida de aquel medio centenar de pibes que hoy son adultos y son testimonio vivo de cuánto quedó de aquel espíritu revolucionario. O, mejor dicho, de cuánto sirvió esa herramienta pedagógica construida en una circunstancia tan especial.
No sé si será posible ir a esa escuela de Quilmes, donde Virginia llegó a cursar su segundo grado en marzo del ’84. Me imagino ir, pedirle a la directora la lista de pibes que cursaron con ella ese año y que ahora son hombres y mujeres de 33-34 años. “Fulano, fulana, vamos a proyectar una película contando la vida de unos pibes que se criaron en una guardería montonera. La directora de la película es Virginia… y ella fue compañerita tuya en segundo grado, ¿te gustaría venir a verla junto a los otros chicos del grado?”.
No tengo idea de qué puede pasar. Quizá para muchos sea lo mismo que ir a ver el cocodrilo blanco que llegó de Australia al zoo o para algunos sea la invitación al infierno con el que tantas veces lo asustaron cuando no tomaba la sopa. Pero apuesto, con ese optimismo ingobernable que nos dejó haber sido parte de aquellos años revolucionarios, que muchos lo van a agradecer.
Virginia es una persona adulta. Vive con Nacho, su marido-compañero, desde hace siete años. Tienen una rubiecita de rubios rulos que se llama Paloma y un Felipe de ojos pícaros que se llama Felipe. Virginia estudió Cine en la mítica Escuela de Avellaneda, el mismo pueblo donde Armando, el Gordo, su padre, vivió y fue referente para muchísimos militantes y trabajadores. Armando fue diputado nacional en 1973 y siguió militando tras renunciar a la banca, junto a otros diputados de la Juventud Peronista. El Gordo, cuando todo parecía perdido, como tantos otros, tuvo lo que hay que tener para volver a la Argentina a pelear como David contra Goliat. Y así murió. En su ley, que era la de muchos que queríamos un país distinto.
Virginia no se largó a hacer esta película –que es su piel hecha cine– sólo por conocer ese arte magnífico. Trabaja en educación hace años y estudia Psicología. Seguramente para entender mejor las conductas de otros y, como suele suceder con los psicólogos, para entenderse un poco más ellos mismos. ¿Tendremos hoy, en este país que reclama verdades a gritos y que convoca a jóvenes de a millares a causas justas, lo que hay que tener para entender la historia de Virginia y de los otros pibes de La Guardería?
Creo, conmovido por la valentía de esta chica rubia de rulos rubios y corazón inmenso, que su película es la mejor interpelación para que nos miremos al espejo a ver cuántas verdades llevamos puestas.