Virtud y escatología

Por Daniel Vicente Carrillo

En primer lugar, no soy de la opinión de que el infierno sea para aquellos que no han creído en el evangelio. Si se ha llevado a cabo una búsqueda diligente de Dios, aunque se haya errado en ella, y se ha obrado con recta intención, esto es, de forma sincera y constante, el no creer en la literalidad del dogma cristiano no me parece determinante para ser salvado o condenado. Pues el propio evangelio lo establece:
Entonces comenzaréis a decir: 'Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste'; Y os dirá: 'Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, obradores de iniquidad.' Allí será el llanto y el crujir de dientes. (Lucas 13:26-28).
Y también:
No todo el que me dice: 'Señor, Señor', entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21).
En segundo lugar, la acostumbrada objeción de que las recompensas y penas sobrenaturales son desproporcionadas a nuestros méritos y deméritos resulta inválida. Toda justicia humana ha de tener un término temporal. Supongamos que te hago un préstamo y me debes dinero; has de devolvérmelo en un año, pero transcurre el año y no lo haces. ¿Qué será necesario para que te conceda una prórroga? Que quieras pagarme y que puedas hacerlo algún día. Ese día ha de ser cierto para que la cláusula no sea vana. Si te concediese una prórroga sin condiciones, ¿no estaría permitiendo que te burlaras de mí? Por tanto, llegará el día en que, no habiéndome pagado, no puedas ya pagarme, porque esperé todo lo que razonablemente cabía esperar. Habrás incumplido tu obligación y no estará en tu mano enmendarlo; estará en la mía el forzarte a ello. Y aun si te permitiera que me dejaras a deber, acumulándote el interés, ¿qué ganaría si supiese que no puedo fijar el momento para exigirte el monto, dado que persistirás en tu morosidad?
Pues bien, otro tanto aplica en la existencia humana, que es vista por el cristianismo como un contrato con Dios por el que éste nos cede un bien en depósito (la vida) y nosotros nos obligamos a devolverlo sin menoscabo, es decir, sin haber sido indignos de ese don. El contrato carecería de causa si no contemplase plazo alguno; no habiendo fecha para la devolución, ni pudiéndose exigir, sería una donación encubierta. O lo que es lo mismo, el reconocimiento implícito de nuestra plena soberanía moral y del carácter absoluto de nuestra existencia, nociones contrarias no sólo a la religión, también a la sociedad. Así pues, Dios tiene fijado el día en que le entregaremos de vuelta la vida, momento tras el cual no cabrá que realicemos en ella mejora alguna, toda vez que habrá dejado de ser nuestra. 
Y caiga el árbol al sur o al norte, donde cae el árbol allí se queda. (Eclesiastés 11:3).
El pecado no es menos voluntario en esta vida que en la otra. Pero aquí puede corregirse, mientras que allí ha dejado atrás la posibilidad del perdón y del arrepentimiento. La gracia cesa de obrar, el hombre se curva sobre sí mismo y sólo puede aumentar su mal, al modo de quien se rasca padeciendo sarna. Como el hierro fundido, que es maleable mientras está al rojo y deja de serlo cuando se endurece, la vida del hombre sólo puede aspirar a la virtud ante la amenaza cierta del día en que habrá de rendir cuentas para siempre. La esperanza en un perdón infinito es corruptora, porque hace de la virtud no un fin voluntario, y como tal dependiente del propio esfuerzo, sino una fatal necesidad.