Nota: ****
Doce años de esclavitud no es la película que uno suele esperar sobre los esclavos negros americanos. Suena a otra historia. Nos obliga a sentirnos incómodos y a colocar nuestra butaca desde otro ángulo para observar de modo diferente las vivencias de aquellos hombres y mujeres que sufrieron uno de los capítulos más deleznables del pasado de Norteamérica. La tragedia de los esclavos negros, según el director británico Steve McQueen, no se respira tanto en la crueldad o en la estéril piedad de los patronos de las plantaciones, que también, se siente, sobre todo, en la indiferencia de los semejantes acostumbrados al sufrimiento. De aquellos que malviven agotando su existencia en interminables jornadas de trabajo, habitando insalubres cabañas de madera, e intentando arrancarle al sueño algo de descanso mientras se suceden las pesadillas, el insomnio o el sexo brusco, animal, el que tiene hambre de vida.
Doce años de Esclavitud se basa en la increíble biografía de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), un músico negro libre que mantenía una trayectoria artística reconocida y vivía con su familia en Nueva York. Northup conoce a dos empresarios del mundo del espectáculo y, cuando intenta cerrar con ellos una serie de actuaciones en diversos puntos del país, es drogado y secuestrado. Solomon tardará en tomar conciencia de su destino, pero lo hará cuando sea vendido como esclavo en una plantación de Louisiana.
En Doce años de esclavitud el viaje hacia las tinieblas del protagonista no se anda con sutilezas. Sumerge al protagonista y a sus congéneres en una espiral de aniquilación hasta que el instinto de supervivencia acaba despojándoles de todo atisbo de humanidad poniendo en peligro, en el caso de Northup, todas aquellas convicciones que, en otra época, la civilización le prestó sin mayores complicaciones.
La película nos ofrece momentos escalofriantes en este sentido. En especial, la larga secuencia del ahorcamiento, donde alrededor del 'ajusticiado' la vida transcurre con una monstruosa indiferencia, o la delirante galería de 'género humano' que el personaje interpretado por Paul Giamatti ‘instala’ en su mansión para vender esclavos a posibles clientes. O el pulso emocional que entabla el protagonista con su inquietante ‘dueño’, Edwin Epps (Michael Fassbender). Una escena intensa, brillante, que mantiene el equilibrio entre la violencia contenida y languidez agresiva.
Y en todos los instantes del film el cineasta procura mantener la sobriedad, cierta frialdad en el acercamiento a los hechos, a los que respeta sin concesiones, y crea un estilo singular a base de planos cuidados que siempre saben encontrar la belleza en los paisajes claustrofóbicos de las marismas, en los campos de algodón, en la accidentada orografía de los rostros desconcertados, desafiantes o vencidos por el sufrimiento. Imágenes que se funden con el silencio, con los cánticos de los esclavos o con la turbadora banda sonora de su compositor de cabecera, Hans Zimmer.
Doce años de esclavitud resulta diferente por la voz valiente, creativa y abismal de su cineasta. Desde que se dio a conocer al gran público con la impactante Shame, Steve McQueen confirmó su singularidad. Tenía una forma de crear cine muy especial, con un estilo y una sensibilidad que no sólo le hacía destacar con respecto a sus contemporáneos, sino que ‘amenazaba’ a sus espectadores con unas reflexiones incómodas sobre el hombre que habita en el filo de la navaja y su desolación.
McQueen es, en buena parte, responsable de que no exista una sola nota que desafine en la puesta en escena. La naturaleza y el tratamiento de los personajes son extraordinariamente originales en su huída de un maniqueísmo barato que hubiera simplificado enormemente la película. En especial, llaman la atención la interpretación del protagonista, Chiwetel Ejiofor, un sincero intérprete capaz de abordar todo un mapa de sentimientos encontrados en su camino por la supervivencia y la de los actores que encarnan a sus dos amos. El primero, William Ford, Benedict Cumberbatch, un hombre atrapado en una hipocresía piadosa y el segundo, Edwin Epps, inmenso Michael Fassbender, un personaje alcoholizado y torturado. Un alma oscura que sufre lo indecible y, en su tragedia, arrastra de forma miserable a sus ‘marionetas’, sus esclavos, condenados a su violencia, pero también a ser espectadores de su autodestrucción.