En un mes cabe un siglo. Esa es la sensación que dejan los últimos treinta días transcurridos en Venezuela, marcados por una pugna cuya virulencia creíamos superada. Por supuesto, lo mediático ha jugado un papel clave en este escenario. Bastante se ha dicho sobre las operaciones psicológicas, la guerra cognitiva y el surgimiento de una nueva clase dominante: los propietarios de las redes sociales. Es muy fácil sentirse derrotado ante el poder que muestran esas plataformas. Frente al desvanecimiento de esa ilusión de arena pública libre, ¿qué puede hacerse? ¿Estamos frente al dilema de ver el fracaso o identificar una oportunidad? ¿Es posible una comunicación digital saludable?
A falta de respuestas, solo nos queda revisar cómo se mueven los factores clave en este escenario. En primer lugar, se reconoce a los dueños de las redes sociales como actores con intereses políticos. Luego de años describiéndolos como unos innovadores fuera de serie, ahora gobiernos y sectores sociales comienzan a percibirlos con sentido crítico. Basta ver la agenda informativa de los últimos días: Mark Zuckerberg aseguró que el gobierno de Joe Biden presionó a Facebook para eliminar información sobre la covid-19, así como un artículo publicado por un medio estadounidense sobre el contenido hallado en la computadora portátil de Hunter Biden, hijo del actual mandatario.
La situación no es diferente con X, la red más política que podemos encontrar hoy. Elon Musk, que ha fijado abiertamente posiciones frente a hechos de interés internacional, prefiere la suspensión de la plataforma en lugar de nombrar un representante legal ante las autoridades de Brasil, donde la compañía es investigada por propagación de noticias falsas. Dada la negativa a cumplir con este mandato, también fueron embargadas las cuentas bancarias de Starlink en el país suramericano. Si la justicia convencional tiene problemas para lograr el acatamiento de sus fallos, con las RR. SS. nos enfrentamos a otra forma de eludir las estructuras establecidas.
Estos eventos apenas son un destello de la complejidad que implica establecer regulaciones en el panorama mediático digital. Nada nuevo, a juzgar por la historia sobre la legislación de medios de comunicación, pero sí se trata de un asunto bastante desafiante. El desprestigio sobre los medios y la clase política tradicional no juega a favor de iniciativas de este tipo, especialmente cuando las redes sociales han ofrecido una posibilidad de conexión tan alta casi exclusivamente entre pares, condición que deja de lado cualquier opción para el debate de las ideas entre distintas corrientes de pensamiento.
Frente al pivote de las leyes, queda otro que parece relegado a los planes de buena voluntad y declaraciones de organismos multilaterales: la alfabetización digital. Esta tarea, una nueva fase en la formación para el uso crítico de los medios de comunicación, parece reducirse al uso intuitivo de herramientas digitales y cuidados de seguridad básicos (muy básicos, realmente). Pero la complejidad del escenario es aún mayor, porque no se trata de un simple aprendizaje, sino de romper estructuras de pensamiento que nos envuelven con una cómoda burbuja. La agenda para una comunicación digital saludable parece no haber empezado.
Rosa E. Pellegrino