La primavera se nos escurre delante de los ojos, se resiste permanecer encerrada en nuestras casas. Sólo desde las ventanas y los balcones la percibimos enseñorearse del aire y de la luz, avivar los colores de las plantas y las flores, perfumar los campos y las macetas, llenar de polen a insectos y aves y despertar las ansias de amor en todos los seres vivos del planeta, menos en nosotros. Este encierro nos aparta de la estación más brillante del año, nos obliga asistir a su espectáculo como simples espectadores, nos impide participar de ese derroche de vitalidad y esperanza con los que la naturaleza se renueva cada año. Por primera vez en nuestra existencia, la primavera pasa de largo, nos ignora, esquiva nuestro cautiverio y elude nuestros domicilios. Se queda fuera de estas cuatro paredes donde habita la apatía y el malhumor, donde mora el miedo. Sin embargo, en el exterior su hechizo se derrama por doquier, impregna cuanto palpita, crece y respira, despertando brillos en las miradas e iluminando de deseos una piel que ya busca la caricia desnuda y cálida del sol. Observamos tras los cristales su fulgor y no podemos reprimir una melancolía de presidario, una extraña sensación de estar apartados de la vida, de nuestras propias vidas.
No sabemos si podremos escapar a tiempo para saludarla, si nos dejarán disfrutarla con todos nuestros sentidos, no sólo con el de la vista. Si podremos participar de esa alegría desinhibida con la que da carpetazo al invierno para anunciarnos un año que, esta vez, no es esperanzador, sino contaminado de infortunios. Este enclaustramiento forzado nos hurta una primavera más deseada que nunca y que se escurre delante de nuestros ojos, llenándolos de lágrimas.