Viviendo el crepúsculo

Publicado el 24 noviembre 2013 por Francissco

¿Ya os habéis fijado en que hace semanas que la maldita noche llega prontísimo, a eso de las seis menos algo?

Pues sí, apenas pisas tu casa cuando finalizas la jornada laboral y la luz del día se pone temblona y desaparece. Todo por culpa de los cambios horarios y del avance de las estaciones. Tan solo somos, a lo que se ve, esclavos del planeta y del sistema productivo de los cojones. Esto ya se parece mucho a la victoria final de los telares de Manchester ¿no?

Pero hay quien se las promete felices, no obstante. Existen almas de molusco reencarnadas en persona, las cuales gustan de la época invernal para hibernar en casita y disfrutar de los supuestos placeres hogareños, pero decidme ¿acaso le encontráis algún sexappeal a las marmotas, osos, lirones y demás bichejos almacenables? No os esforcéis: no se lo encontrareis porque tienen el mismo que la mosca del vinagre. A todos ellos nos parecemos cuando, forraditos con mantas y comiendo castañas, nos repantigamos en el sofá frente a la tele y nos abandonamos a nuestra esencia pequeñoburguesa y ratonil ¿Que no notáis ya esos bigotillos que os salen del hocico?

Porque esta es la época preferida por un montón de espíritus cobardicas, que odian el verano porque la ropa ligera les pone en evidencia las lorzas y los kilos de más. Imaginaos como torcerían el gesto los griegos clásicos, ante ese despliegue de calorías caminando con sandalias por el paseo marítimo. Sabedores de ello, los propietarios de las mismas se toman la revancha en invierno. Porque da igual la silueta que tengas, que siempre existirá la adecuada combinación de ropa para que luzcas bien.

Y yo odio el invierno. Así es. Profundamente y sin reservas ¿Será por haber nacido en esta estación y recordar inconscientemente el palmetazo de la comadrona? (sí, ya lo sé, listillos, todavía es otoño) Abomino de estas largas noches polares, con tres horas menos de luz. Del frío y de llevar encima montañas de ropa, de las caras de la gente por las mañanas y de las comidas calientes que te atufan el esófago. Lo de los rostros de la gente merecería un capítulo aparte, ja, ja, sobre todo si hablamos de los que llevan al salir de casa. No existe mayor confesión de impotencia, irritabilidad y problemas para hacer de vientre que la jeta con la que salimos a la calle, en esas mañanas donde el viento termina de afeitarte y la bufanda te asemeja a un ladrón de bancos.

Sé bien que algún día las horas de luz comenzarán a alargar otra vez y, poco a poco, este metabolismo mío de ahora, propio de vampiros y criaturas de la noche, cambiará. Si lo pienso, mi empresa se lleva todas mis energías diurnas y a mí tan solo me quedan las residuales, para dedicarlas a mi vida personal y a mis seres queridos. Gracias a que me ¿adapto? consigo sobrevivir en este mundo de majaretas. Pero todas las adaptaciones tienen un precio. He descubierto que ya no soporto mirar crucifijos y oler los ajos. Cuando miro un cuello de cerca le noto palpitando las venas, sobre todo si es joven y guapa y te sabes fuerte, con esa fuerza incomparable que otorga…la maldad (…risas cavernosas…)

Así es, amigos. Ese es el precio del crepúsculo. Es el que paga buena parte del reino animal, la formada por los depredadores que eligen moverse en tinieblas para poder cazar. Quizá las largas noches exijan colmillos y garras, además de una buena dosis de sociopatía en el caso de los humanos. Tanta como para ser prácticamente inmune a la ansiedad, como se dice que les ocurre a esta variante borde de nuestra especie, capaz de apoderarse de bienes y vidas sin pestañear. Ser un hijo de puta con nervios de acero es algo que no te enseñarán jamás, sobre todo aquellos pedagogos partidarios de que hinques la cerviz. Es lo que les interesa; un mundo de marmotas y lirones, aguardando mansamente a que, en pleno crepúsculo, los vampiros corporativos les suban la luz y les recorten la sanidad.

Saludos. Sed piadosos y no me hagáis mucho caso.

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