Uno comprende las cosas tarde y no se tiene la garantía de que se comprendan bien. Mi amigo K. sostiene que no es posible comprender nada y somete su existencia a esa máxima homicida. Escudado en ese nihilismo cándido, habla de cuanto le viene en gana, habla cuando no es necesario que lo haga, habla hasta que alguien le hace ver que está mejor callado. Una vez fui yo quien le mandó callar, el que le puso en esa diatriba, la de ir hacia adelante o la de no avanzar en absoluto. Decidió estarse quieto. Callado, me confesó, no entran moscas. Lo de las moscas lo decía mi abuela, que era vieja en los asuntos del alma, como vieja, como andadora de todos los caminos a los que yo me acercaba. De mi abuela saco a veces chascarrillos. Los recuerdo con nitidez algunos; otros los digo y supongo que fue ella quien me los confió. Es buena tener una abuela a la que traer cuando quieres decir algo y necesitas que tenga un actor (una actriz) que lo escenifique. K. es otro interlocutor válido. Lo traigo con frecuencia, digo esto y digo lo otro, convengo una trama en la que lo alojo sin pudor, en la certeza de saber que es mentira y que no va a quejárseme. Uno comprende las cosas tarde o no las comprende nunca. Te puedes tirar una vida entera creyendo que te conoces y descubrir que no sabes nada de ti en un momento. En ese instante, el mundo entero se viene abajo, pero luego el mundo se iza, adquiere vuelo, adopta la forma menos previsible y te das cuenta de que sigues, sigues a pesar de haberte percatado de tu fragilidad, de que no vale nada de lo que has hecho. Como si de pronto toda la obra literaria (es un decir eso de literaria) del ínclito Coelho discurriese ante tus ojos, en ráfagas, en post-its amarillos, en post-its chillones. Un frigorífico con una docena de post-its de Coelho en su panel frontal es una enciclopedia del alma. Tengo un amigo que pone citas de gente-coelho en su frigorífico y las lee de corrido cuando por la mañana lo abre para echarse su zumo de naranja del mercadona. Cuando lo vi, no di crédito. Pero cómo has llegado a esto, le pregunté. Tú, que tienes en tu biblioteca el Finnegan's wake, esa preciosa balada intemporal, tú que escuchas la quinta de Bruckner en la versión de Harnoncourt, tú que citas a Kavafis en los bares, tú que has visto El séptimo sello en versión original. No es difícil que te engañen, K. Crees que tienes un amigo fiable, con el que compartes el amor por la psicodelia de los últimos sesenta, y luego resulta que, a escondidas, en privado, canta éxitos de Danny Daniel mientras prepara una ensalada de frutas. Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir. Escucho en mi cabeza la canción como si fuese una radio. En ocasiones la cabeza programa a su antojo piezas que no gobiernas, canciones que van solas, palabras que dicen lo que andas buscando decir, pero ahora mismo no me apetece mucho hablar, se me ocurre que escuchar podría darme más placer, incluso podría hacerme mejor persona. Eso de ser mejor persona lleva cruzándome la cabeza un par de días. Tuvo que pasar algo afuera para que adentro se activara esa pregunta. Hay preguntas que no activas jamás, pero cuando un día el azar las pone en danza, ya no puedes borrarlas. K. no puede borrar toda la metafísica que le enseñó un profesor de instituto que antes fue cura o quiso ser cura, pero cambió a tiempo el púlpito por el pálpito. A K. se le anegan los ojos en lágrimas cuando piensa en la maldad del hombre. Le tengo dicho que la filosofía no consuela nunca. Que todas las grandes preguntas solo distraen la cabeza, pero no la confortan. Vivimos en el vértigo y en la fiebre, vivimos en el dolor, vivimos sin comprender las cosas o comprendiéndolas tarde y mal. Es mejor aceptar todo esto y salir a la calle escuchando un disco de Dean Martin en los cascos. Era un borracho simpático. La imagen que tengo de Dean Martin es una inventada, que probablemente no existió, pero a la que me aferro quizá porque, en el fondo, me hubiese gustado estar allí. Veo a Dean con Frank Sinatra, en una habitación de hotel grande, muy lujosa. Dean le está sirviendo un whisky y Frank, en agradecimiento, canta Night and day, canta The way you look tonight. Frank Sinatra canta como si no lo hiciese. Vivir debería ser algo así. Vivir como si no se viviese, que no se notase el esfuerzo, que apenas se evidenciaran el vértigo y la fiebre. De vivir así, no tendríamos que poner post-its en el frigorífico. No existiría Coelho, en fin, ustedes ya me van entendiendo, no es un problema lo mío, es solo una rutina, un modo de trabajo, un leivmotiv. Hay quien está todo el día pensando en la poesía de T.S. Eliot y vive feliz en ese culturalismo, quien solo se afana por estar más fuerte y se pone como una moto en el gimnasio, quien escribe como si se acabasen los días y hubiese que dejar una reseña, un apunte sobre cómo fue la despedida.