Vivir, la gran pasión de Stevenson.

Publicado el 09 agosto 2015 por Alguien @algundia_alguna

Robert Louis Stevenson (1850-1894) escribió que la prisa por escribir “y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad” puede hacer que olvidemos “lo único realmente importante: vivir”. Desde luego, él lo hizo con desesperación, apurando viajes y sensaciones y dejando retazos de sí mismo en múltiples escritos que la editorial Páginas de Espuma reunirá a comienzos de septiembre en el volumen «Vivir», inédito como libro, el tercer tomo de una trilogía involuntaria de ensayos – Escribir y Viajar – que ha traducido Amelia Pérez de Villar. El Cultural de El Mundo le dedicó la portada de su último número de julio y nos ofreció un adelanto de los mejores fragmentos.

El autor de La Isla del Tesoro con sus padres y su esposa.

De «La casa parroquial»

La casa en la que pasé mi juventud aún no estaba construida, pero los días de fiesta íbamos a los maizales donde luego se levantó, y comíamos fresas con crema de leche al lado de la casa de un jardinero. Yo había olvidado todo eso: fue mi abuelo quien me lo contó un día, haciéndomelo recordar. También había olvidado cómo crecimos, tomamos las órdenes y fuimos a parar a nuestra primera parroquia de Ayrshire y nos enamoramos -y nos casamos después- de una hija del médico de Burns, el doctor Smith. He olvidado también lo de “Smith abre una de sus frías arengas”. Lo he olvidado todo, pero estaba allí, y escuché todas estas historias de Burns de primera mano.

Nada hay más extraño que todo esto: este homúnculo, este hombrecillo que en parte soy yo y que anduvo por el siglo XVIII acompañando al doctor Balfour en su juventud, iba a encontrarse a otros homúnculos, o a otras partes de sí mismo, en las personas de otros antepasados. Estos otros eran de un orden inferior, y sin duda por eso les mirábamos por encima del hombro. Pero fue seguramente cuando fui a la universidad con el doctor Balfour cuando vi al hombre de la lámpara de aceite bajando las persianas de su tienda, junto al Tron.

No sé si nos había hecho una conejera o un anaquel para los libros cierto carpintero de no sé qué callejón del casco viejo de la ciudad, siempre humeante; o tal vez en alguna excursión de un día festivo, miramos por las ventanas de una casita con un jardín lleno de flores y vimos a una tejedora manejando el huso. Y todos eran parientes míos, por parte de madre. Y a través de los ojos del hombre de la lámpara de aceite, la mitad de mi padre nonato y un cuarto de mi ser nos contemplaron a mí y a mi abuelo, camino de la universidad.

Nada de esto se le pasaría por la cabeza al joven estudiante cuando publicaba el Bridges con sus piernas delgadas, enfundadas en sus medias, en esa ciudad de tricornios y buen whisky aún sin adulterar. No se le pasó por la cabeza que tendría una hija. Y al hombre de la lámpara de aceite, que entonces iba camino de convertirse -y no por antinatural metástasis- en ingeniero y constructor de faros, no se le ocurrió que tendría un nieto. Y que esos dos, llegado el momento, se casarían. Y una parte del aquel universitario de la escena sobreviviría aún, durante un año o dos, en la persona de su hijo.

El universitario Stevenson, hacia 1874.

De «Recuerdos de la facultad»

En la vida del estudiante tienen lugar muchas tragedias sórdidas, sobre todo si el estudiante es pobre, si bebe, o ambas cosas: pero no hay nada que mueva más a la piedad a un hombre sabio que el caso de esos chavales que tienen demasiada prisa por aprender. Y por mor de la moraleja que incluiré como colofón a este escrito voy a citar solamente una figura más, y termino. Un estudiante, hambriento de éxito de esa manera impetuosa y ardiente que se ha hecho tan común en estos días, estuvo estudiando día y noche para un examen. A medida que pasaban los días su cometido se volvía más fácil: le costaba menos prescindir del sueño y su cerebro funcionaba más deprisa, absorbía más cosas y con mayor claridad, y los conocimientos necesarios iban siendo, con el paso de los días, más y mejor ordenados.

Llegó la víspera del examen y él se quedó toda la noche en vela en su habitación del piso de arriba, repasando lo que había aprendido y seguro ya de su éxito. Su ventana miraba al este y como estaba (como dije) en alto -pues la propia casa se encontraba en una colina- a través de ella se dominaba un paisaje en el que los contornos de la ciudad se iban borrando hasta fundirse con el horizonte del campo. Al cabo este estudiante de mi historia levantó la persiana y, todavía de un humor excelente, miró a lo lejos.

Estaba despuntando el día, el cielo se teñía con extraños fuegos, las nubes se abrían para dejar paso al sol. Al ver aquello, el terror se apoderó de su mente. Estaba cuerdo, y sus sentidos intactos. Veía con toda claridad, sabía lo que estaba viendo y sabía que era normal. Pero de pronto no pudo soportar contemplarlo, ni reunir las fuerzas necesarias para mirar a lo lejos: huyó de su habitación y salió a la calle. Con el aire fresco y el silencio, entre las casas aún dormidas, sintió que se renovaban sus fuerzas. Nada le turbaba, salvo el recuerdo de lo que había sucedido y un abyecto espanto a que aquello pudiera volver.

Gallo canente, spes redit,
Aegris salus refunditur,
Lapsis fides revertitur,

como cantaban antiguamente en Portugal en el oficio de la mañana. Pero para él, aquella hora del canto del gallo y de los cambios de la aurora habían traído consigo el pánico y la duda perpetua, y un terror tal que cuando pensaba en ello se echaba de nuevo a temblar. No se atrevió a volver a su morada; no podía comer; se sentó, se levantó, anduvo de un lado para otro…

La ciudad se despertó ante él con su animado barullo y el sol trepó hasta lo más alto, pero él continuaba sumido en el malestar -cada vez más profundo- que le provocaba el recuerdo del miedo que había sentido.

A la hora indicada llegó a las puertas del lugar donde había de examinarse, pero cuando le preguntaron su nombre lo había olvidado. Al verle tan trastornado no tuvieron el valor de echarle: le admitieron, sin nombre, y pasó al Salón. De nada sirvieron ni la amabilidad ni los esfuerzos. Lo único que pudo hacer fue quedarse allí sentado, sintiendo cómo aumentaba su pánico, sin escribir nada, ignorándolo todo, con la mente invadida por un único recuerdo: el día que despunta, y el pánico insoportable. Y aquella misma noche cayó enfermo: tenía fiebre cerebral.

La gente siente miedo de las guerras, de las heridas, de los dentistas, y razón no les falta. Pero todo esto no es nada comparado con los terrores caóticos que se apoderaron de la mente de este joven y le hicieron apartar sus ojos de la inocente aurora. Todos nosotros tenemos junto a la cama la caja del Mercader Abudah, pero gracias a Dios está bien cerrada. Sin embargo, cuando un joven sacrifica el sueño en aras del trabajo, que tenga cuidado, porque está jugando con el cerrojo.

Stevenson con su padre, Thomas Stevenson, al que dedica un ensayo.

De «Thomas Stevenson, ingeniero de obras públicas»

La muerte de Thomas Stevenson [padre del escritor] no significará gran cosa para el lector medio. Su servicio a la humanidad se materializó de una forma de la que el gran público sabe poco y entiende menos. Rara vez venía a Londres y, cuando lo hacía, era por motivos de trabajo. En esas ocasiones seguía siendo un desconocido, un provinciano convencido que se quedó durante años en el mismo hotel donde su padre se había alojado antes que él, leal al mismo restaurante, la misma iglesia, el mismo teatro… todos elegidos por su cercanía. Siempre se negaba a cenar fuera. Tenía su propio círculo de amistades en casa: pocos hombres había más queridos que él en Edimburgo, donde respiraba el aire que mejor le iba; pero allá donde fuese, en los vagones del tren o en los salones de fumar de los hoteles, su conversación de peculiar humor y su honestidad transparente le granjeaban enseguida amigos y admiradores. Sin embargo, para el público en general y para el ambiente de Londres -salvo tal vez para las salas de comités parlamentarios- era un desconocido.

Sus faros estaban siempre en todas partes del mundo, guiando a los marinos; su empresa tenía ingenieros consultores que trabajaban con el Consejo de los Faros de India, Nueva Zelanda y Japón, de manera que Edimburgo se convirtió en centro mundial de esa rama concreta de ciencias aplicadas. En Alemania le llamaban “el Néstor de los faros”. Y hasta en Francia, donde sus solicitudes fueron denegadas una y otra vez durante mucho tiempo, recibió finalmente reconocimiento y medalla con ocasión de la última Exposición Universal. Para mostrar con un ejemplo la errónea proporcionalidad de su reputación, que en su país era moderada aunque se le conocía en todo el mundo, les contaré esta anécdota: un amigo mío estuvo este invierno de visita en Centroamérica y un peruano le preguntó si conocía “al señor Stevenson el autor, porque sus obras eran muy admiradas en Perú”. Mi amigo supuso que se refería al escritor de cuentos, porque el peruano nunca había oído hablar de El señor Jekyll. Lo que quiso decir, lo que era muy admirado en Perú, eran los tratados del ingeniero.

Thomas Stevenson nació en Edimburgo en el año 1818. Era el nieto de Thomas Smith, primer ingeniero del Consejo de Faros del Norte e hijo de Robert Stevenson, hermano de Alan y David. Su sobrino, David Alan Stevenson, que le sucedió tras su muerte, es el sexto miembro de la familia que, bien por sucesión bien simultáneamente, ha ocupado ese cargo. El faro de Bell Rock, el gran triunfo de su padre, se terminó antes de que naciera, pero él trabajó a las órdenes de su hermano Alan en la construcción de Skerryvore, el más noble de todos los faros de alta mar que están en uso. Y junto con su hermano David añadió otros dos -el de Chickens y el de Dhu Heartach- a ese pequeño número de puestos remotos que el hombre ha colocado en el océano.

Estos dos hermanos aquí citados instalaron no menos de veintisiete lámparas-balizas y unas veinticinco balizas . También contribuyeron a la construcción de muchos puertos, con éxito; aunque hubo uno, el puerto de Wick -el mayor desastre de la vida de mi padre- que fue un fracaso; el mar era más fuerte que las artes del hombre, y tras empeñar recursos hasta entonces inimaginables, a una escala hiperciclópea, hubieron de abandonar el plan: ahora no es más que una ruina que se erige en esa bahía desolada y dejada de la mano de Dios, a diez millas de John-o’-Groats. En la mejora de los ríos también hicieron grandes obras estos hermanos, tanto en Inglaterra como en Escocia: ningún ingeniero inglés se acercaba a su experiencia.

Stevenson con su madre, su mujer y su cuñada en 1893.

De «Anales familiares»

Para las mujeres muy devotas el hombre de la casa siempre es demasiado mundano. Cuando la esposa se pone el sombrero para ir a la iglesia casi siempre suspira por la diligencia que ha permitido a su marido pagar la factura del sombrerero. Y en el hogar de los Smith y los Stevenson las mujeres no solo fueron extremadamente piadosas: los hombres también fueron, además, una pizca mundanos. Unos y otros eran religiosos, conscientes, como escoceses que eran, de la fragilidad y la irrealidad de ese escenario en el que cada uno de nosotros representa sin comprenderlo el papel que le ha tocado en suerte. Como todos sus paisanos, los hombres de la familia se daban cuenta cada día y a cada hora de que hay otra voluntad, aparte de la nuestra, y una dirección eterna en los asuntos de la vida. Pero la corriente de sus empeños fluía por un canal mucho más obvio. Habían llegado hasta donde estaban, y su ambición era llegar más lejos: amasar riqueza, ascender socialmente, dejar a sus descendientes en una posición mejor que la suya, estar (en cierto sentido) entre los fundadores de las grandes familias. Entonces Scott estaba en la misma ciudad que ellos, alimentando los mismos sueños. Pero a ojos de las mujeres estos sueños eran absurdos e idólatras.

Tengo ante mí algunos volúmenes de cartas antiguas dirigidas a la señora Smith y a las dos niñas, sus favoritas, que muestran a la perfección sus temperamentos y la sociedad en la que se movían.

“Mi muy querida y estimada Amiga:”, escribe una corresponsal, “como este día es el aniversario de nuestra amistad me siento inclinada a dirigirme a usted, pero ¿encontraré las palabras adecuadas para expresar los que siente este corazón agradecido, primero al Señor, que graciosamente llevó a usted tal día como hoy, hace un año, a observar a esta extraña que había caído afligida en su camino, lejos de cualquier amigo sobre la faz de la tierra? Creo que le oiré decir a usted: ‘Así como mostraste tu amabilidad a mi sierva, también me la mostraste a mí'”.

El futuro escritor, con 15 años.

De «Pastoral»

Abandonar la tierra de uno a una edad temprana es garantía de sorpresa y de estímulo, pues todo resulta desconocido; pero cuando van pasando los años, para lo único que sirve es para proyectar una luz sobre el pasado que lo hace más encantador. Sucede lo mismo que en esas fotografías del señor Galton: la imagen de cada modelo que llega a posar ofrece con más claridad que el anterior los rasgos principales de la raza. Una vez que la juventud se ha ido, cada nueva impresión que uno recibe hace más profunda aún la sensación de nacionalidad y el deseo de estar en el lugar de nacimiento. Así, cualquier cadete de los Royal Escossais o del Regimiento Albany que hace guardia junto a una ciudadela francesa, o cualquier oficial que marcha con su compañía de la brigada escocesa al servicio de Holanda entre los pólders, han sentido la suave lluvia de las Hébridas sobre la frente o recuerdan, de cuando entraron en el ejército, el aroma del humo de turba. Los ríos del hogar son queridos para cualquier ser humano: esto es tan viejo como Naaman, que estaba celoso de Abana y Pharpar , y no es privativo de ninguna raza ni de ninguna nación. Conozco a uno de sangre escocesa, pero nacido en Suffolk, cuya fantasía sigue divagando por las aguas de las tierras bajas, cubiertas de lirios, de aquel condado. Pero los torrentes escoceses son incomparables. Son caso aparte -o tal vez sea yo el más escocés de todos, al suponer algo así- y su sonido y su color quedan para siempre alojados en la memoria. ¡Cuántas veces y con qué gusto he recordado el Tummel, o el Manor, o el Airdle parlanchín! O el Dee, que se arremolina en su catarata ; o el brillante fuego de Kinnaird, o el otro fuego, dorado, que se derrama y se hunde en el valle, por detrás de Kingussie. Siento que no es justo dejarme ninguno de estos encantos, pero la lista puede alargarse tanto si me pongo a recordarlos todos… Aun así, no puedo olvidarme de Allan Water, ni del Rogie, que empapa los abedules, ni del Almond… ni del Water of Leith, aunque esté tan sucio, con todos esos molinos a los que da cobijo, y con esos nombres tan bien puestos: Bell’s Mills, Canon Mills, Silver Mills. Ni de Redford Burn, que tan agradables recuerdos me trae. Y tampoco, aunque sean pequeños, de ese arroyuelo sin nombre que brota en el seno verde de Allermuir y al que se alimenta, en Halkerside, con el agua que cabe en una taza de té; luego discurre bajo el musgo por Shearer’s Knowe formando una charca a la que se asoma una roca en la que a mí me encantaba sentarme a componer versos infames. Allí lo secuestran, siendo aún un niño, las tuberías subterráneas, y lo ponen al servicio de la ciudad que contempla el mar desde el llano. Bajo el musgo hay muchos puntos por donde se puede ver su curso y el de sus afluentes.

El geógrafo de este país de Liliput puede visitar todos los rincones sin sentarse y sin quedarse sin aliento, sin embargo. Shearer’s Knowe y Halkerside no son más que los nombres de regiones adyacentes que están en la misma ladera de la colina, desperdiciados (o eso le parecería a un oído inexperto) en estos caminos de cabras tan empinados. Todo el caudal de este río de juguete cabe en un balde: llevaría un tiempo considerable llenar con él la bañera para el baño matutino. Además, en su mayor parte discurre oculto, tapado por el musgo. Aun así, por los viejos tiempos y por la figura de cierto genius loci, me veo obligado a entretenerme un poco en estos lares.

Y si la ninfa (que no tendrá más de un palmo de estatura) quisiera inspirar mi pluma, estaría encantado de llevar al lector de paseo conmigo.

Stevenson recién licenciado como abogado.

De «El apellido Stevenson»

Desde el siglo XIII en adelante y bajo diferentes disfraces -Stevinstoun, Stevensoun, Stevensonne, Stenesone y Stewinsoune- se ha extendido este apellido por toda Escocia, desde la desembocadura del estuario del Forth hasta la desembocadura del estuario del Clyde. Al menos en cuatro ocasiones lo encontramos como topónimo. En Cunningham hay una pedanía llamada Stevenston; en la baronía de Bowthwell, en Lanark, también aparece; el tercer caso está en Lyne, por encima de Drochil Castle, y el cuarto en el Tyne, cerca de Traprain Law. Stevenson de Stevenson, condado de Lanark, juró lealtad a Eduardo I en 1296, y el último de sus parientes murió después de la Restauración. Los Stevenson de Hirdmanshields, en Midlothian, tomaron parte en la Incursión de los Obispos de Aberlay, sirvieron como jueces y actuaron como fiadores de los vecinos -Hunter de Polwood, por ejemplo- hasta que se extinguieron, más o menos en ese período, probablemente antes. Un Stevenson de Luthrie y otro de Pitroddie hicieron su reverencia, dieron sus nombres, y se desvanecieron. Y en el año 1700 ya no hay registro alguno de que se otorgara un acre de tierra escocesa a ningún Stevenson.

Y hasta aquí un melancólico cuadro de lo que es el progreso a la inversa, y una familia abocada a la extinción. Pero la ley (que aunque se aplica en Escocia -y esto me dispongo a aseverarlo ahora- no podría ser peor), funciona como una especie de draga, y con desapasionada imparcialidad saca a la luz del día y nos enseña durante un solo instante todas las insidias del pasado, ya sea sentadas en el banco del jurado o bien en la horca. Con estas miradas deshilachadas que lanzamos al pasado podremos descubrir la existencia de muchos otros Stevenson menos gloriosos, construyéndose su propio camino privado entre las refriegas que escriben la historia de Escocia.

Stevenson en su casa de Samoa.

De «Recuerdos de un islote»

Aquellos que intentan convertirse en artistas utilizan constantemente sus recuerdos como materia prima de su creación: van recuperando y exhibiendo, una y otra vez, pequeños retazos de recuerdos en color, recuerdos de personas y de escenas, improvisando tal vez un disfraz de bucanero para un amigo, organizando las maniobras de los ejércitos u ordenando asesinatos en el patio de juegos de su infancia. Los recuerdos son un regalo que nos dejó un hada madrina, y no se desgastan con el uso. Tras una docena de servicios, prestados en diversas historias, las pequeñas imágenes soleadas del pasado siguen soleadas en el ojo de la mente, sin un solo rasgo borroso, sin un matiz desvaído. Gluck und ungluck wird gesang, con permiso de Goethe. Sin embargo, solo después de un sinfín de avatares se reencarna el original después de cada recuerdo. El escritor, llegado el momento, comienza a maravillarse ante la perdurabilidad de estas impresiones. Comienza, quizás, a imaginar que las ha confundido cuando ha determinado entretejerlas con la ficción, y cuando mira hacia atrás, hacia ellas, cada vez con más condescendencia, acaba colocándolas, como joyas sustantivas que son, en un marco propio.

Yo creo que he soltado ya uno o dos de estos agradables espectros. Hace unos días utilicé otro: un pequeño islote de arena densa y fresca que un día recorrí vadeando las aguas y hundiéndome en las petasites, deleitándome con el sonido del río a ambos lados y convenciéndome de que al fin estaba en una isla. Dos de mis muñecos se quedaron allí un día de verano, escuchando a los segadores que faenaban en los cultivos de la orilla y los tambores de la vieja guarnición en la colina cercana. Y aquello, creo yo, fue un acierto: era un lugar poblado -lo justo, y de todos modos ya no me pertenece a mí sino a mis muñecos- al menos durante un tiempo. Seguramente al pasar los días los muñecos se fueron evaporando. El recuerdo original surge instantáneo y nítido siempre: me quedaré un rato más en la cama y veré la islita arenosa que hay en Allan Water exactamente igual que es en la naturaleza y a aquel niño (que fui una vez) que iba vadeando el agua, hundiéndose en las petasites. Y volveré a maravillarme ante la fuerza de esos recuerdos y su frescura virgen. Y verano tras verano volverá a atraparme el deseo de convertirlos en arte.

Hay otro islote en mis archivos, cuyo recuerdo me persigue. En él sitúo a toda una familia, en una de mis historias. Después lanzo a sus orillas y condeno a varios días de lluvia y marisco sobre sus peñascos al protagonista de otra. La tinta aún no se ha esfumado. Sigo oyendo en mi memoria el sonido de las frases. Continúo bajo el hechizo que me impulsa a escribir sobre esa isla.

Fuente: EL CULTURAL | 31/07/2015 | Stevenson desvela su Vivir

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