27 julio 2014 por pablobarber
Las estaciones dominan nuestra vida. Esperamos algunas como si fueran a solucionar nuestros problemas. El verano es ese gran aliado de los exhibicionistas y los sedientos de roce humano, porque como te rozas en verano no te rozas en invierno. Conozco a pocos que la primavera les altere algo, porque ya lo tienen alterado todo el año, y el otoño no come ni deja comer.
En Bogotá no hay estaciones, siempre tiene el mismo clima. Miento, hay meses que llueve más que otros, pero por lo general la temperatura siempre oscila sobre los mismos grados. Mismos grados, misma ropa, mismas caras, mismo sabor, mismo tedio. En el mismo día puede llover, hacer calor, algo de frío y volver a llover. Y dentro de todos esos cambios, siempre es lo mismo. Todo el mundo lleva paraguas, gafas de sol y abrigo, porque la ciudad te tiene atrapado a su antojo.
Muchas veces sientes que el tiempo no avanza porque no ves signos de ello. Agosto es igual a octubre, que es igual a marzo. Mi cuerpo y mi mente han tenido que adaptarse a un realidad inesperada: un mundo sin cambio de estaciones. Y ante esta situación, que al principio me resultaba desesperante, inaudita y absolutamente antinatural, he escogido el camino menos dañino para mi organismo: valorar los grises. Darle una oportunidad al monocromo, y tiene sus ventajas. Es previsible, no da sorpresas. Es menos emocionante pero estabiliza tus emociones. Hay momentos que echo de menos los picores del verano, y otros en los que la tristeza del otoño ya no son bienvenidos.
Me toca adaptarme. Es el clima o yo.