Es extraordinario contar en tu cole con un museo "como los de verdad". En Burgos no había otro igual y su colección era muy valiosa. Los hermanos maristas en misiones por todo el mundo traían, para este museo, piezas de los paises donde trabajaban y así se completó un catálogo completísimo.
En mi cabecita crecía el respeto y la admiración por el hermano que cuidaba y mantenía el museo. Era el depositario de la omnisciencia. Ya me gustaría a mí saber lo que el sabe... -pensaba-. Tal era nuestra veneración que, un año después, cuando encontramos una moneda romana en una de los pistas del circuito de motocros de S. Isidro, fue al primero al que acudimos.
Esas imágenes estímularon un montón de neuronas en mi cerebro y crearon una impronta que me durará toda la vida. Mi interés por la ciencia nació quizás aquí. En esas fechas comenzamos a jugar a científicos entre las ruinas de la vieja casa del campo de carbonilla. Era este un enorme campo de futbol cubierto por una grava negruzca de carbonilla. Quizás la proximidad de la vía explicaba la presencia de semejante pavimento. Contaban las leyendas que corrían entre los niños del barrio que en ese campo se entrenaban durante la guerra y algo de verdad tendría cuando, muchas veces, encontramos balas disparadas e incluso, en una ocasión, una con su correspondiente cartucho sin disparar. Mi hermano Javi y sus amigos la llevaron al portal de casa y, golpeándola con una piedra, la hicieron estallar causando la natural alarma en el vecindario (y gracias a Dios, sólo fue eso).
El campo de carbonilla tenía (próximo a los almacenes San Gil de materiales de construcción) un edificio de dos plantas en estado ruinos que fue durante nuestra infancia el mejor espacio de juegos. Tenía las todas cualidades precisas: sin dueño, lleno de recovecos, repleto de vigas y pasillos voladizos donde probarnos, oculto... Ese edificio tenía un sótano. Su acceso estaba lleno de escombros y apenas cabía un cuerpo infantil. Entrabamos ocasionalmente a explorar. En varias ocasiones encontramos los desechos de lo que barrunto sería una clínica veterinaria: largos catéteres, jeringas enormes, vasos de ensayo, viejos frascos con productos... con todo ese material (aseguro que ninguno hemos muerto envenenados o infectado) jugábamos a los experimentos. Fue nuestro refugio secreto hasta que alguna otra banda del barrio lo descubrió y destrozó nuestro oculto laboratorio.
Ese lugar y el contiguo solar tapiado que llamábamos "Las Pilas" por los enormes y viejos lavaderos que almacenaba, fue el escenario de numeros experimentos relacionados con nuestra ciencia infantil: las explosiones que producíamos con sosa y potasa compradas en la farmacia (inexplicablemente nos las vendían), el cohete experimental que hizimos con un tubo metálico y los cartuchos de los cohetes no estallados en los fuegos de artificio que se realizaban en el Arlanzón, la más tranquila observación de musgos, ortigas y todo tipo de flora salvaje que crecía selvática alrededor del riachuelo que formaba la salida de un colector y al que se accedía desde el otro lado de la vía, tras saltar una tapia, el aplastamiento de chapas, arandelas y monedas al paso del tren sobre las vías...
Toda una colección de recuerdos que nacen de este viejo museo. La misma sensación he tenido cuando visité el Museo de Ciencias Naturales en Madrid (la antigua colección con muchos de los fondos que actualmente no se enseñan). Y no puedo menos que agradecer esa maravillosa idea de acercar la naturaleza a los niños. Y yo, como maestro, lo intento día a día.