“Voces acalladas: las mujeres en los medios”, por Cristina Sánchez

Publicado el 17 febrero 2017 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

El Proyecto de Monitoreo Global de Medios ha publicado desde 1995 cinco informes sobre la representación de las mujeres en las noticias, no solo como protagonistas de las historias difundidas por los medios de comunicación, sino también como autoras o editoras. De los 71 países que participaron en 1995 han pasado a 114 en 2015, pero lo que apenas ha cambiado son las conclusiones: aunque los formatos han ido evolucionando, siguen reproduciendo —si bien con avances— los estereotipos de los formatos tradicionales.

En 2015, las mujeres constituyeron el 24% de las personas sobre las que se leyó, vio o escuchó en prensa escrita, televisión y radio, la misma cifra que cinco años atrás. En el caso de la información política, ese porcentaje se reduce hasta el 16%. Los medios suelen recurrir a mujeres más por su testimonio personal que por su formación, cargo o especialidad profesional.

Carolina Marques de Mesquita ha colaborado con la Iniciativa Global por la Paridad de Género en la elaboración de un estudio sobre cómo los medios de comunicación representan a las mujeres en zonas de conflicto. En un artículo publicado en 2016, Marques compara varias informaciones aparecidas en distintos periódicos de Estados Unidos con un elemento en común: la construcción de las mujeres como víctimas perpetuas y no como actores activos. Según sus conclusiones, solo el 5% de los artículos del Washington Post estudiados las presentan como activistas, políticas, sindicalistas o defensoras de los derechos humanos. Es más, en ninguno de ellos se hace referencia a su rol como constructoras de paz.

Yanar Mohammed es la presidenta de la Organización por la Libertad de las Mujeres en Irak y en octubre de 2015 se dirigía al Consejo de Seguridad de la ONU con estas palabras: “Hace diez años, las mujeres de Irak hablaron ante este Consejo de Seguridad sobre su situación. ¿Cómo sería hoy Irak si las hubieran escuchado, si hubieran promovido un proceso inclusivo en el que se hubiera involucrado plenamente a las mujeres?”. Lo hacía quince años después de la aprobación, por unanimidad, de la Resolución 1325 sobre el papel de las mujeres en favor de la paz y la seguridad internacionales. Aunque también en este punto el tiempo parece congelado y los avances, exasperadamente lentos. Según cifras de Naciones Unidas, menos de un 10% de los miembros de las mesas de paz son mujeres. Y todo pese a que cuando participan en los procesos de negociación el acuerdo alcanzado tiene un 35% más de probabilidades de durar al menos 15 años. Como decía Phumzile Mlambo, directora ejecutiva de ONU Mujeres, “malgastar el potencial de la igualdad de género para alcanzar la paz nunca ha resultado más caro”.

No le falta razón. Siendo aún alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados el actual secretario general de la organización, Antonio Guterres, radiografiaba en 2015 los últimos cinco años de conflictos en el mundo, periodo en el que estallaron o se reactivaron al menos quince de ellos, con un desplazamiento forzado de población sin precedentes que ha superado la cifra de los 60 millones. Sin embargo, en tiempos en los que tan urgentes son tanto la prevención como la resolución y pese a que se han demostrado sus beneficios, las mujeres siguen excluidas. También en los medios —y esa es nuestra responsabilidad—, donde solo un 6% de las historias sobre paz y seguridad las han tenido como protagonistas.

Esas son las cifras que dibujan la realidad de la mitad de la población mundial. Hay otra que por sí sola debería desencadenar la mayor revolución nunca vista en la Historia de la humanidad: una de cada tres mujeres en el mundo ha sido golpeada, violada o sometida a cualquier otro tipo de abuso. No lo digo yo, lo dice la Organización Mundial de la Salud. Y, en lo que a mujeres se refiere, las estadísticas suelen representar apenas la punta del iceberg. El miedo, la vergüenza, la persecución o el estigma siguen perpetuando el silencio.

He conocido a mujeres en una veintena de países sobre las que he informado como periodista y de las que he aprendido como ser humano. Durante el verano de 2014, Basma, psicóloga, dejaba en casa a sus aterrorizados hijos para ir a curar las heridas más invisibles de los de otros. Nadie como ella sabe de las huellas indelebles de los bombardeos en Gaza. Enero de 2010 cambió la vida de Marie Ange en Haití. Tiempo atrás había sobrevivido a un intento de agresión sexual y con el incremento de las violaciones tras el terremoto dijo “Basta”. Convertida en activista, denuncia no solo abusos de los derechos de las mujeres, sino también la brecha que su país aún no ha logrado reparar y que no abrió la fuerza de la naturaleza: la de la desigualdad en la nación más empobrecida del hemisferio occidental. A Mina la conocí en Kabul en un centro para mujeres sin recursos. Su historia es la de Afganistán: invasiones, señores de la guerra que le arrebataron a su familia, inversiones extranjeras a las que es ajena la población civil. Su relato me sobrecogió, pero no tanto como su mirada fija en un televisor que retransmitía una sesión del Parlamento. “Ahí están los asesinos de mis hijos, en el lugar en el que vosotros los habéis sentado”, me dijo. Geopolítica pura resumida en una frase.

Son apenas retazos de brillantes existencias que solo acierto a imaginar, a construir a partir de breves relatos en efímeros encuentros a los que generosamente fui invitada. Pero de entre todas esas historias hay una que conozco muy bien. Cuando ella decidió compartirla conmigo, en interminables charlas semanales, lo único que me pidió fue que jamás la representara como una víctima, porque, por encima de todo, es una superviviente. Sobrevivió a una sociedad que rechazaba los pantalones con los que se vestía y su empeño por estudiar y sacar las mejores notas. Sobrevivió a una mutilación genital y a un matrimonio concertado. Sobrevivió a la guerra y al estigma por un divorcio. Y luchó, lucha cada día para que ni una más tenga que pasar por todo eso. Como arma tiene su voz, porque hablando convenció a otras para que no mutilaran a sus hijas. Por eso su lema es “Salvar a una niña es salvar una generación”. La suya fue la última en su familia en ser mutilada. Así se ganan batallas y se aprenden lecciones que, desgraciadamente, los medios de comunicación aún tienen que asimilar. Gracias, Asha, por enseñarme tantas.

Siempre digo que yo no cuento historias de mujeres por ser mujer: lo hago porque soy periodista. Por rigor y justicia. Por responsabilidad. Porque creo firmemente en que la construcción de un mundo más justo e igualitario, más sostenible y equitativo, pasa ineludiblemente por incluir en el proceso a la mitad de la población mundial que suponen las mujeres, heterogéneas y diversas.

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