Nos fuimos con lo puesto. Ajá, vos, así fue. Los que tuvimos más suerte pudimos salvar apenitas lo que cabía en una cebadera, una mudada de ropa, una cobija para el relente, unas tortillas y algo de conqué, verdad. Así es, Cleofas, lo demás todo se perdió. Nos destruyeron la casa, le cayó un vergazo en el mero centro y la reventó, primero Dios que ya habíamos salido. Gracias a él. A nosotros se nos murieron varios terneros y una vaca muy lechera, que hasta un cubo le sacaba cada mañana el esposo, para venderla y con el resto hacer cuajada. Era buen tu cuajada, Máxima. Buena, buena. Pero nunca me la quisiste regalar. Dos pesos la libra, ese era el precio, y una libra bien colmada. Pero a veces no andaba ni un tostón. Bolo que sos Arsenio, pero cuando me pagaste un tostón yo siempre te di un cuarto de libra. Un chipustillo que no me alcanzaba ni para embarrar una tortilla. No peleen, ustedes, ya tanto que litigaron en vida y ahora van a seguir dándose reata, acuérdense que nos llevamos sólo los volados útiles, pero las cosas del corazón, las que sustentan los recuerdos, esas se quedaron botadas. Yo dejé atrás una foto de mis tatas mandada hacer en San Francisco, donde foto Berciano, coloreada, bonita, que nos bendecía desde su lugar en la pared. Y yo no me quise parar a buscar un cintillo celeste, de tela de tercipelo, que me había regalado el esposo cuando nos nació el primer varoncito, allá se quedó en el baúl, con algotros vestidos y unas chapinas con alza. Ay, sí, no nos parecieron importantes entonces, pero cómo las echamos en falta después, nos han dejado un hueco en el pecho, un vacío… Pero ahora ya nada importa, vos. Qué decís, no te oigo. Que ya nada importa, nos fuimos y las dejamos, y ahora nada importa. Quién sos vos. ¿No me reconocés, Cleofas?, ay, Dios, si yo te he chineado cuando eras una criatura. No me acuerdo o será que ya no veo bien. Yo soy la Romana, la que vivía al otro lado de la quebrada, donde el ojo de agua, que salimos en guinda al tiempo que ustedes, toda la noche andando y venga de andar, una columna larga de gente que se movía por entre los árboles, para que las langostas no nos localizasen, levantando una polvazón perra con tanto pie como allí había, todos revueltos en la misma fila, el que tenía algo y el que no tenía nada, el que debía como el que no, que los morteros no respetaban a nadie y la tropa que vino después bajó para arrasar lo que había quedado. De milagros estamos vivos, niña Romana, algunos.
Llegamos con las ropas descoloridas por el sol y los pies sucios de la tierra de cien caminos y otras tantas verdes, así llegamos, con el alma despellejada y los recuerdos secos, pero al menos salvamos la vida hacinados en este valle cerrado y caliente, todo el verano comiendo polvo, masticando polvo, sudando polvo, y en el invierno es peor, todo el polvo es lodo y agua y más lodo, y una humedad que pudre el aire y enmohece la piel, entumece los huesos y mata despacio, salvamos la vida, sí, pero también la perdimos, ¿y qué nos queda, a los más viejos, qué nos queda?, pasamos los días mano sobre mano, sentados en las puras talpujas desgastadas por tanta nalga de viejo como aguantan, haciendo nada, mirando a la frontera, enredando las palabras en los cerros lejanos, desgastando las historias de tanto repetirlas, dejando que la vida se escape por las niñas de los ojos. Perdimos la vida y sólo nos queda la esperanza, al menos eso, un chipustillo diminuto de esperanza.
Oigo también la voz de una niña, una niña mujer, que esconde su miedo hablando sola, la mujer niña. Me tumbo en el suelo y siento el cuerpo tan pesado como si fuera una piedra, me sume en la tierra y me deshago en ella, cierro los ojos y la oscuridad me aplasta y si me duermo pienso que nunca me voy a despertar, pero se está tan bien aquí, jugando a estar muerta. Galán se deja oír su voz, dulce en su tristeza, valiente en su miedo, cercana, familiar, quiero reconocerla pero no atino. Mejor abro los ojos y miro al cielo, entre medio de las ramas de los árboles se ven algunas estrellas brillantes, hay una muy bonita que luce con un resplandor azul, suavecito, y me hace guiños y yo hago un puente con la mirada y subo hasta ella, alto, muy alto, me vuelvo y miro hacia abajo y veo al gentío entre los árboles, una gran mancha oscura y silenciosa. Me gusta oír esta voz más que ninguna otra porque llena el vacío de mi desmemoria. No hay ninguna luz allá abajo, ni un ascua ni un candil ni siquiera la brasita de un cigarro y las voces son queditas como el susurro de las mujeres en el rezo, como el viento cuando sacude las ramas, y de repente se oye el papaloteo de un helicóptero que llena el cielo que se acerca más y más y llena todo el cielo y me asusto y me caigo y grito, aaaay, me despierta mi tata, me mira muy serio, pero en silencio, solo se oye el ruido de helicóptero y por fin lo veo negro sobre el cielo negro, una mancha que esconde las estrellas, todos guardan silencio, aunque no nos vayan a oír, calladitos, aguantando la respiración, esperando, esperando. La voz se hace ahora quedita, muy suave, y habla con miedo y también las otras voces se apagan y la cabeza queda en un silencio donde retumba el papaloteo del helicóptero.