Ella, su mujer, llamó al alguacil del pueblo días después. Llegaron un par de hombres. Yo permanecí con la oreja pegada a la puerta del saloncito, pero todo me llegaba como los susurros de las copas de los árboles.
Los niños miran, observan pero no siempre comprenden. Desde que recibí la carta del notario, he empezado a recobrar recuerdos: aquellas conversaciones a media voz, los susurros agrios que ella escupía sobre mi padre, con la boca prieta.Su aliento olía a tabaco suave. Cuando nos reíamos como niños la niebla y el frío desaparecían. Hasta que llegaba ella. Entonces mi padre se tensaba. Era una tensión apenas distinguible, aunque yo lo percibía enseguida. Las fibras de sus brazos eran como cuerdas a punto de romperse, como las cuerdas de mi violín.Antes de marcharse pasó muchos días cantando “Volver”. La cocinera me explicó que eran tangos que representaban la sensualidad y las tristezas del amor. Yo le escuchaba embelesada, disfrutando de su voz desgarrada, preguntándome por qué, dónde quería volver.Cuando desapareció solo quedó el silencio. Ella me prohibió tocar el violín. Semanas después me envió al internado.Hoy abriré la casa para que entre el sol, leeré en voz alta la carta que mi padre escribió para mí, escucharé “Volver” y acompañaré cada nota al violín para que alcancen el infinito y ella nunca sepa lo que es el descanso eterno.Texto: Elena Casero Viana
Durante aquel largo invierno él desapareció y mi mundo se hundió en la desolación. Se marchó con lo puesto. Su habitación quedó como él la dejó. Con su olor. Todo olía a él.