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Por Siempreenmedio @Siempreblog

Siempre me he preguntado qué es lo que sienten las personas que han hecho descubrimientos fundamentales para la historia de la Humanidad toda. Me refiero a quienes han descubierto curas para las enfermedades, asuntos de esos de Física o Química, nuevos continentes… no sé, cosas importantes, vaya. Debe ser una sensación indescriptible que detiene el tiempo y lo deja a uno en shock para el resto de la vida. Lo digo porque a mí mis grandes descubrimientos (mucho menos fundamentales y trascendentales) me han asombrado tanto a veces que me ha costado días recuperarme. Recuerdo perfectamente el primero y todavía hoy, años después, me recorre un escalofrío heredero del que recorrió mi cuerpo a los cuatro años, cuando caí en la cuenta (yo solita, sin que me ayudara nadie) de que mi principal deseo, que era tener una hermana mayor, no iba a poder cumplirse nunca, por las leyes de la vida y del espacio-tiempo. Y luego el corolario: no sólo no iba a poder tener una hermana mayor jamás y nunca, sino que encima podían seguir viniendo hermanos pequeños como aquel que no dejaba de llorar y de dar patadas. El terror que sufrimos los genios tempranos no ha sido lo suficientemente estudiado por la Psicología, lo digo en serio.

A lo largo de mi vida he tenido otras revelaciones, unas igual de importantes  y otras bastante más prosaicas, pero ninguna parecía asombrar a nadie de mi entorno de la misma manera que me asombraban a mí,  así que un buen día dejé de compartirlas, y la mayoría morirán conmigo, dejando un gran hueco en todos los campos de la Ciencia, las Artes y la Filosofía. Pero de vez en cuando no puedo resistirlo y tengo que hacer al mundo partícipe de esas chispas de genialidad que lo mismo confortan que atormentan, porque así es esto. Resulta que estoy pasando unos días en casa de mis padres, en el barrio, recogiendo los huevos de las gallinas, arrancando malas hierbas, regando con la fresca y calculando (con poco acierto, la verdad) el día que puede parir la cabra. Y el descubrimiento terrible vino mientras paseaba por la carretera nueva y miraba todo lo hondo del barranco: ahí me di cuenta de que había gente que no tenía pueblo. Que tenían que conformarse con ir al campo, cuando yo siempre había pensado que al campo no se va, al campo se vuelve. Qué pena infinita encierra ese simple juego de palabras. Qué pena.

El Pueblo