Quizás por eso, el equipo mas cercano a Donald Trump no cesa de repetir que el nuevo presidente de Estados Unidos va a intentar que el mundo "retorne a la cordura". Aseguran que la tarea más urgente en este planeta es acabar con esa demencia que nos hace ver como normales cosas que deberíamos repudiar y combatir.
No sabemos si esas reflexiones del futuro presidente son sinceras o son pura filosofía elucubrada en la borrachera posterior a la victoria, ni si lo conseguirá o no, o si los grandes poderes ocultos le permitirán emprender esa cruzada contra la locura, pero es hermoso e ilusionante que algunos miembros de la nueva administración afirmen que quieren cambiar el mundo como un calcetín.
Quieren, por ejemplo, evitar que se casen hombres con hombres y mujeres con mujeres, que los niños sean asesinados en el vientre de sus madres, que cualquier imbécil pueda quemar, sin ser castigado, la bandera de su patria o que los gobiernos cobren impuestos abusivos y hundan a sus ciudadanos en la pobreza, sin acometer antes una política intensa de ahorro y racionalidad en el gasto. Quieren muchas cosas más, como por ejemplo que a nadie le falte un trabajo decente, que la seguridad y la paz vuelvan a las ciudades y a los actuales campos de batalla y que los políticos sean ejemplares, por las buenas o por miedo una ley que debe ser dura e inflexible con el crimen.
Hay que reconocer como verdad que muchos de nuestros gobernantes actuales, en aras del falso progreso, han desvirtuado el mundo y trastocado los valores, las prioridades y la misma esencia de la política, que consiste en "servir a los ciudadanos", no en "servirse de los ciudadanos".
Si los humanos consideran "normal" que más de 200 millones de niños estén durmiendo en las calles y que millones de hombres y mujeres se revuelquen en la pobreza, hasta morir abandonados en las calles y plazas de nuestras ciudades, es evidente que el mundo está enfermo y que necesita un cambio profundo que lo saque de la demencia y lo coloque en la senda del bien.
La gente parece haber olvidado donde está el norte y donde el sur, dónde el bien y donde el mal. Soportan sin rebelarse que los políticos no respondan jamás del mal que causan, ni que cumplan los deseos y anhelos de los ciudadanos, que son sus jefes. Es incomprensible que permanezcamos impasibles ante el dolor, la guerra, las masacres, los bombardeos y frente al hecho de que las diez personas más ricas del mundo tengan más dinero que los 5.000 millones de ciudadanos más pobres del planeta.
"Las cosas tienen que cambiar y hay que hacerlo deprisa, antes de que el mal se encapsule y anide en nuestras almas para siempre. Entonces ya será tarde y empezará a desencadenarse el Apocalipsis", me decía ayer mi mas preciada fuente americana, un profesor que dedica su vida a analizar el mundo desde un importante think tank de Washington y a encontrar soluciones para los grande dramas de la Humanidad.
Y agregaba: "hay que regresar a los viejos tiempos, cuando solo los mejores podían alcanzar la realeza y los hombres buscaban a personas ejemplares, valientes y sabias para que tomaran en sus manos el timón del mundo, no como hoy, que muchos mediocres, estúpidos y hasta canallas han tomado el poder y gobiernan países, grandes instituciones y organismos internacionales".
La filosofía que ha llevado a Trump hasta la victoria cree que una parte importante de la clase política mundial lleva décadas intentando convencer a los ciudadanos de que todo este mundo injusto y loco que ellos han construido desde la estupidez, la maldad y el fracaso es normal y razonable. Pretenden que convivamos sin sentir asco ante la injusta distribución de la riqueza, la desigualdad extrema, el desempleo masivo, la desesperación de los jóvenes sin futuro, el abandono y desprotección de los débiles, la falta de ejemplaridad en la clase dirigente, el abuso de poder y las mil formas de corrupción que han anidado en los palacios y oficinas del poder.
"No es fácil entender cómo los ciudadanos soportan ser dirigidos, gobernados y muchas veces hasta aplastados por políticos que, por los daños que causan y el dolor que generan, quizás debieran estar en la cárcel", afirmaba el investigador estratégico de Washington que, como un ángel sabio, a veces, cuando converso con él, me ayuda a entender mejor el mundo.
Para él, quizás el mejor ejemplo del deterioro de la Humanidad y de la inmensa confusión que atenaza al mundo sea el entierro de Fidel Castro en Cuba, una larga ceremonia a la que no debería acudir ningún dirigente político del mundo, pues quien ha muerto es un tirano con sus manos y su espíritu manchados de dolor y sangre, al que, si el mundo fuera decente y justo, deberían enterrar y rendir homenaje únicamente sus cómplices.
Francisco Rubiales