Volver al cine
La sala oscura permanece inalterable como el refugio mágico de almas solitarias (o no) durante los meses de verano
Carlos Boyero
Es probable que me engañe la memoria, que esta intente embellecer algo que solo era incómodo y sofocante, pero recuerdo los afortunadamente interminables veranos de la infancia no solo por ese mar del que nunca te cansabas sino también por los programas dobles de los cines. Los asocio con reestrenos, acompañados del inenarrable No-Do, en salas que aún desconocían el aire acondicionado (o que en sus afanes ahorrativos las convertían impunemente en saunas), con olores que combinaban sudor, ozonopino, pipas, altramuces, garbanzos salados, zotal y la mareante colonia Varon Dandy. A pesar de ambiente tan primitivo y subdesarrollado, no concebías que pudiera existir otro lugar que donara una felicidad comparable a la que sentías allí. Podías repetir la visión de esas películas por el mismo precio, entrar en el cine a las cuatro de la tarde y abandonarlo a las diez de la noche y si tenías suerte, o tus padres eran cinéfilos, que empalmaras esa sesión con la película que proyectaba el cine de verano. Si no te enganchaba lo que veías en la pantalla, tenías opciones tan líricas y relajantes como mirar la luna y las estrellas. Estoy seguro de que en aquella época todavía podían divisarse desde las ciudades las estrellas en el cielo.
Imagino que en aquellos programas estivales había de todo, que convivían las obras maestras (juro que vi en programa doble durante varios días Misión de audaces y El hombre que sabía demasiado cuando no sabía que las películas las hacían los directores, ignoraba quiénes eran John Ford y Alfred Hitchcock, pero tenía claro que era formidable ser John Wayne, William Holden y James Stewart y apasionante luchar en la Guerra de Secesión y recobrar al hijo que te han secuestrado en Marrakech) con las películas bonitas, las mediocridades y lo aberrante, pero era maravilloso estar de vacaciones y practicar ese ritual consistente en ir continuamente al cine.
Desde hace lacerante tiempo el gran público ya no va al cine en días laborables ni en verano, ni en invierno, ni en otoño, ni en primavera. Como mucho, algún fin de semana. Y preferentemente, en lugares situados en las grandes superficies. El concepto de cine de barrio empieza a ser una reliquia del pasado. También las pequeñas librerías y las tiendas de discos, situadas en tu calle o en la de al lado, paisajes entrañables, escaparates ante los que te quedabas hipnotizado cada vez que pasabas por allí, algo que podía ocurrir más de una vez al día.
Y todos sabemos que existen inventos impagables conocidos como DVD y Blu-ray. Que existen televisores de infinitas pulgadas y pantallas caseras del tamaño de una pared. Que puedes vivir inmejorablemente las películas en la soledad de tu casa, bien acompañado, sin tener que sufrir el incesante crujido de las putas palomitas, el ajusticiable parloteo de los vecinos de butaca, las grotescas caídas en la oscuridad del cine ante la mezquina ausencia de acomodadores, el frío o el calor que imponen los ahorrativos dueños, las proyecciones desenfocadas y el inaudible o atronador sonido. Reconociendo la autenticidad de tantos elementos disuasorios, me sigue pareciendo trágico que las nuevas tecnologías y costumbres logren la agonía de que personas que se desconocen compartan emociones y sensaciones, risas y lágrimas, en una sala oscura y aislada del mundo exterior, en la geografía natural que le corresponde al cine, que a la salida discutan o compartan opiniones mientras pasean o toman una copa sobre lo que han visto y oído. Los que están o se sienten muy solos, también pueden dejar de sentirse así durante un rato milagroso gracias a ese exorcismo de ir al cine. Y, por supuesto, es altamente recomendable que lo que muestra la pantalla tenga magia. Ocurre de vez en cuando con películas cuya calidad y encanto son perceptibles para todo tipo de espectadores. Si no es así, tampoco pasa nada grave. Supone el triunfo de la tolerancia y de la heterodoxia, empeñadas ambas en que los gustos se inventaron para todos los colores.
Y puede ocurrir que al visionario y militante promotor de un cine rechazado por los circuitos comerciales (el defensor de un oasis creativo y multicultural de arte y ensayo poblado por supuestas obras de arte tailandesas, serbocroatas, kenianas, iraníes, turcas, y demás cinematografías ignoradas o despreciadas por la abyecta miopía del pequeño burgués occidental, pero beatificadas por una crítica que solo ha logrado el conocimiento y el fervor entre la reducida familia de los que la practican) se le ocurra una idea genial como dedicar el largo y cálido verano a reponer en los cines Verdi, con copias remasterizadas y digitalizadas, fieles a la primitiva versión que rodaron sus incomprendidos y gloriosos autores, películas grandiosas que la cinefilia joven nunca ha podido disfrutar en la pantalla de un cine.
Me cuentan que el domingo 19 de junio la sala Verdi de Madrid estaba llena y que la gente aplaudió en el terrorífico desenlace de la primera parte de El Padrino, con Michael Corleone recibiendo el incondicional beso en la mano de sus centuriones. Me cuentan que llegará Leone, una de las peores cosas que le han ocurrido al cine, el ídolo de ese neurótico tan inteligente llamado Tarantino, con su imbécil creación del spaghetti western, pero también con una obra de arte llamada Érase una vez en América, esa en la que un anciano estafado y derrotado por los únicos seres que te pueden causar un daño irreparable, por la gente que has querido, susurraba con el lamento de Proust: "Hace cuarenta años que me acuesto temprano". Y está el carnal y magnífico testamento de Bergman en Fanny y Alexander, ese fulano tan preocupado anteriormente por los dramas y las insatisfechas preguntas del espíritu. Y está el Polanski más turbio y duradero. Y está el aristócrata de la comedia Ernst Lubitsch, aquel que comenzaba Ser o no ser con Hitler respondiendo al coro perruno de "viva Hitler" con un consecuente "viva yo". Y está Antoine Doinel antes de hacerse mayor (qué grima me da el adulto y consentido Jean Pierre Leaud) llegando al mar en Los cuatrocientos golpes. Y un Chaplin genial como el de Tiempos modernos y otro enfático, llorón y discursivo como el de El gran dictador, aunque esté de acuerdo en que es inmejorable la secuencia del dictador jugando con la bola del mundo. Y sospecho que existen mil razones fascinantes para volver al cine en verano en los modélicos Verdi de Madrid y Barcelona.