Primer idilio
Comenzó siendo, al final de los años cincuenta y a principios de los años sesenta, un mundo mágico, un inmenso ventanal a realidades desconocidas y apasionantes en las que se cumplía buena parte de las fantasías que acumulábamos en las lecturas nocturnas o en las audiciones de radio en un tiempo en el que la televisión sólo era una noticia (aunque de inminente implantación) cargada de incertidumbres y, en cualquier caso, en blanco y negro. Era el cine de la tarde de los sábados, las largas colas en salas céntricas, cercanas al Retiro, cines Narváez, Sáinz de Baranda (zona a la que Manuel Longares calificaría como espacio menestral y humilde del barrio de Salamanca), o las recién abiertas del barrio de la Concepción o de la antigua y madrileña “carretera de Aragón”, cines Concepción, Texas, Mundial, Ventas, Lepanto, cines acogedores, cuyo olor podría hoy identificar fácilmente (aquel "ozono pino" irrecuperable), y que, a lo largo de los años ochenta, se llevaron piquetas y excavadoras, guiadas por el impulso de una discutible modernidad… Tardes junto a los padres, o junto a algún familiar, en las que vivíamos una extraña comunión con los mitos de Hollywood, en las que descubríamos que había un país, Estados Unidos, en el que había teléfonos de colores, modernos y blanquísimos electrodomésticos, inmensos horizontes casi vírgenes, y muchachas rubias e inalcanzables, del que después (mucho más tarde) conoceríamos otras caras, comenzando por la caza de brujas de McCarthy. En aquellas tardes, niños todavía, nos familiarizamos con Charlton Heston o John Wayne (entonces desconocíamos sus propensiones autoritarias, casi ultras, su pasión compartida por el rifle y el mandoble), con Rita Hayworth y Doris Day o Shirley McLaine, o con el sueño luminoso y carnal, provocador incluso para quienes todavía no habíamos alcanzado la adolescencia, de Marylin Monroe. Eran tardes como inmensas burbujas en las que construíamos una realidad a la medida de nuestros sueños, en las que ignorábamos los silencios de la generación de nuestros padres, desconocíamos que España era una inmensa cárcel y nos olvidábamos de las sevicias de nuestro barrio sin agua corriente y sin calles asfaltadas (del sustrato emocional de todo ello di cuenta en mi novela Los días de Eisenhower). Nos dejamos seducir por Walt Disney y su mundo idílico (cruel algunas veces), lleno de pasadizos e los cuentos que nos leían en la infancia más temprana, ignorábamos la sutil propaganda del imperio USA y de un modo de vida que, años después, diseccionarían Ariel Dorffman y Armando Mattelart en un magnífico ensayo (publicado en Chile, en 1971) sobre el trasfondo ideológico del universo Disney titulado Para leer al Pato Donald.
Crecimos y llegó, sin que nos diéramos cuenta, la adolescencia, y comenzamos a ir al cine solos, o en pandilla, y comenzamos a ejercer una cierta capacidad de selección. El western, las películas de romanos, las películas para mayores en las que intentábamos, con éxito a veces, colarnos simulando una edad que no teníamos, y lo que antes era magia en las estrellas de Hollywood o en las incipientes (que venían de la italiana Cinecitá, no de Hollywood) Sofía Loren, o Claudia Cardinale, o Llina Lollobrígida, se convertía en atracción sexual, en alimento de las masturbaciones nocturnas (y diurnas y mediopensionistas), o en fascinación por convertirlas en modelos a seguir por la chica de nuestros sueños (casi siempre parte de una pandilla que, en paralelo, sin mezclas, solía ir al cine el mismo tiempo). Era en la segunda mitad de los sesenta de camino a los setenta y los nuevos cines estaban algo más alejados del barrio, eran parte de las primeras cañas, de los cigarrillos, de la primera independencia y las primeras decepciones. Recuerdo, de aquellos años y de mi relación con el cine, nuevas salas de barrio que se levantaban, de la noche al día, en urbanizaciones apenas estrenadas: cine Hortaleza y Simancas, Ciudad Lineal, Covadonga o López de Hoyos, cine París o cine Bristol, o Las Vegas…. Eran de función doble y sesión continua, de No-Do y palomitas. Aunque nos enamoramos de magníficas películas de John Ford, o de Huston, o de Capra, también de Billy Wilder o de Stanley Donnen, nada sabíamos de esos directores, ni siquiera que las dirigían: sólo nos fascinaban las estrellas, las protagonistas (y, con disimulo, emulábamos a los actores). “¿De quién era la película?”, preguntábamos a veces, y cualquiera de nuestros amigos nos decía: “de Marlon Brando y Rita Hayworth”, o de "Charlton Heston y Sofía Loren", por ejemplo. La era de los directores y de otros mitos y pasiones, vendría después. Pero no mucho después. A ello me referiré en nuevas entradas en Al margen.
Aquí os dejo con el video de una hermosísima canción de Joan Manuel Serrat: un emocionado homenaje a los cines que desaparecieron bajo el dominio de grandes almacenes y oficinas bancarias. Su título: "Los fantasmas del Roxy". Un cine, desaparecido como tantos otros, como aquellos en los que mi vida, por unas horas, fue distinta. Continuará.