El cine, de pronto, fue conciencia, cauce de rebeldía e insumisión, de resistencia a Franco. Fue a finales de los sesenta y a principios de los setenta cuando, en tiempos pre y universitarios, el cine, conservando la magia que habíamos hecho nuestra en los sábados de infancia, en los días de descubrimiento de los mitos de Hollywood, se nos mostró con otra cara. Habíamos despreciado el blanco y negro en favor de los horizontes sin límite y la estridencia del technicolor que iluminaba la pantalla en las películas de Disney, o en las grandes producciones en cinemascope que llegaban de América, y alguien, quizá algún crítico comunista o compañero de viaje del comunismo asiduo de los colegios mayores próximos a la Complutense, a algún apasionado del cine y de las lecturas sobre el cine en un barrio de extrarradios con parroquia obrera y sala de proyección, nos mostró la realidad que desconocíamos. Así, en los intersticios de una lucha democrática que presidían, a partes iguales, el miedo y la conciencia, la tenacidad y las debilidades, el amor y el sexo y el desamor y las represiones heredadas, supimos que existían directores como Bardem, Berlanga o Basilio Martín Patino, que películas en blanco y negro que habíamos desdeñado como Bienvenido Mr Marshall, Muerte de un ciclista, Calle Mayor o Nueve cartas a Berta, eran obras maestras que habían encontrado reconocimiento crítico y de espectadores al otro lado de nuestras fronteras, en la Europa democrática y mitificada.
Aquella convicción nos llevó (lo escribí arriba) a los cine clubs de Colegio Mayor y de club parroquial en barrios extremos. Me es imposible olvidar las veladas de cine en los sótanos de la iglesia del Barrio de Portugalete, entre Canillas y Arturo Soria, o las de la llamada Cátedra, de la UVA de Hortaleza, hoy CEAPA o centro de educación de personas adultas, o las de salas como la del San Juan Evangelista o la del Isabel de España. El acorazado Potemkim, de Eisenstein, La caza, de Saura, Prima della revoluzione, de Bertolucci, Viridiana o Nazarín, de Buñuel, Fresas salvajes, de Bergman... El mundo se contenía en aquellas horas frente a precarias pantallas levantadas contra el tedio de la dictadura, horas que eran el complemento imprescindible de otras no menos importantes: las del trabajo en el barrio para lograr asfaltado en las calles, centros culturales, viviendas dignas, amnistía y libertad, democracia plena.
Poco después, quizá en paralelo, vino un nuevo cine americano de la mano de Woody Allen y sus Sueños de seductor... Pero esa sería otra historia.