Llegué muy tarde a la popular trilogía de J. R. R. Tolkien. La historia del viaje hacia la oscuridad en defensa de la luz del mundo feérico presentaba una sucesión de paisajes por los que anduvimos algunos de nosotros, protagonistas de un tiempo particular al que yo evoco bajo el título de “L’època daurada”. Antes, por tanto, de que yo conociese la obra de Tolkien (y la posterior adaptación cinematográfica de Peter Jackson) la vida empezó a dibujar caminos cuya semejanza con los paisajes de esta literatura fantástica abarca tanto el hecho físico de recorrer senderos que avanzan en medio de bellos parajes como una necesidad psicológica de definir un destino (un SENTIDO, si lo prefieren) con el conjunto de experiencias que tienen lugar en el período de tiempo que va de la partida al regreso. Partida y regreso, pues la verdadera acción dramática que sustenta la historia de Frodo y el anillo (por encima de su exuberante imaginería y descripción de elementos de la mitología nórdica) es el hecho de poseer la conciencia de tener un hogar establecido en un mundo bello y equilibrado, un hogar apacible al que siempre podrás retornar tras la aventura por defender la luz que es luz de conciencia y de claridad frente al mundo tenebroso y malvado de Sauron y sus hordas de orcos, poseer la conciencia de pérdida de todo ello, y el regocijo final de saber que el esfuerzo ha merecido la pena y te espera un cálido hogar alumbrado por el fuego de una chimenea y el calor de la persona amada. Digamos que es un tipo de vivencia que yo reproducía a nivel subconsciente en mi propio imaginario (operations de la mente o “lecturas de la realidad”, como nos gusta decir aquí) cada vez que cargaba con una mochila y cerraba la puerta de casa para ir en busca de algún horizonte nuevo. Todo empezó una noche de primavera, año mil novecientos noventa y nueve. Aquella noche soñé con un viaje infinito a lo largo de miles y miles de paisajes de ensueño. Campos, montañas, praderas. Al despertar, tenía una sensación en el pecho como si aquel Infinito de maravillas estuviese allí contenido. Por fuerza, tuve que darle realidad y vida a aquellas imágenes oníricas. Decimos que la literatura sólo es útil si tiene una relación con el vivir de cada uno, si podemos vernos reflejados en el texto leído. Suele decirse que la literatura fantástica es un mero entretenimiento para niños y jóvenes, pero comprobamos que el poder evocador de la esencia homérica presente en estos libros sigue vigente según qué clase de espíritus penetren en sus páginas. Luego, deberíamos analizar los prejuicios en torno a la gente ensoñadora. En cualquier caso, y relacionado con esa república de significaciones compartidas tras la cual andamos, el arte es alimento, leemos, vemos o imaginamos grandes historias para incorporarlas a nuestra propia estructura mental, y eso se traduce en un modo de organizar y planificar la vida. En mi caso concreto y respecto a Lord of the rings, como ya especifiqué, la lectura fue algo más que ver un reflejo de mi biografía. Fue una especie de confirmación, de decirme que esa infinitud que yo tenía encerrada en el pecho tiene su origen en los mitos ancestrales, en la pasión por andar caminos y viajar en busca de la Naturaleza. Y también en el mundo feérico. Antes de leer a Tolkien tuve visiones de los elfos. Y es que reconocer cómo la ficción surge de un determinado modo de relación con la realidad es una disposición que tiene su momento en la infancia y primera adolescencia y luego se va perdiendo conforme morimos asfixiados por el tiempo de la maquinaria destructora. Por otro lado, el viaje de Frodo hacia la sombra comienza en otoño y tiene su punto álgido en el invierno, para culminar en el triunfo de la luz en primavera. El ciclo de las estaciones sirve para estructurar simbólicamente el relato, definiendo el viaje en consonancia con el ciclo natural. Pero es el lector quien debe aprender a vivir su vida, año tras año, permaneciendo sensible a las estaciones, al mundo simbólico o a los estados emocionales asociados con cada estación, para culminar en la resurrección de la primavera. Eso es tradición universal y sentido absoluto. Otoño, partida, invierno, primavera, regreso. Comenzar de nuevo, esperar a la siguiente oscuridad, trascender la anterior y seguir adelante. Sería el mayor tesoro que nos proporciona la fantasía épica.
Llegué muy tarde a la popular trilogía de J. R. R. Tolkien. La historia del viaje hacia la oscuridad en defensa de la luz del mundo feérico presentaba una sucesión de paisajes por los que anduvimos algunos de nosotros, protagonistas de un tiempo particular al que yo evoco bajo el título de “L’època daurada”. Antes, por tanto, de que yo conociese la obra de Tolkien (y la posterior adaptación cinematográfica de Peter Jackson) la vida empezó a dibujar caminos cuya semejanza con los paisajes de esta literatura fantástica abarca tanto el hecho físico de recorrer senderos que avanzan en medio de bellos parajes como una necesidad psicológica de definir un destino (un SENTIDO, si lo prefieren) con el conjunto de experiencias que tienen lugar en el período de tiempo que va de la partida al regreso. Partida y regreso, pues la verdadera acción dramática que sustenta la historia de Frodo y el anillo (por encima de su exuberante imaginería y descripción de elementos de la mitología nórdica) es el hecho de poseer la conciencia de tener un hogar establecido en un mundo bello y equilibrado, un hogar apacible al que siempre podrás retornar tras la aventura por defender la luz que es luz de conciencia y de claridad frente al mundo tenebroso y malvado de Sauron y sus hordas de orcos, poseer la conciencia de pérdida de todo ello, y el regocijo final de saber que el esfuerzo ha merecido la pena y te espera un cálido hogar alumbrado por el fuego de una chimenea y el calor de la persona amada. Digamos que es un tipo de vivencia que yo reproducía a nivel subconsciente en mi propio imaginario (operations de la mente o “lecturas de la realidad”, como nos gusta decir aquí) cada vez que cargaba con una mochila y cerraba la puerta de casa para ir en busca de algún horizonte nuevo. Todo empezó una noche de primavera, año mil novecientos noventa y nueve. Aquella noche soñé con un viaje infinito a lo largo de miles y miles de paisajes de ensueño. Campos, montañas, praderas. Al despertar, tenía una sensación en el pecho como si aquel Infinito de maravillas estuviese allí contenido. Por fuerza, tuve que darle realidad y vida a aquellas imágenes oníricas. Decimos que la literatura sólo es útil si tiene una relación con el vivir de cada uno, si podemos vernos reflejados en el texto leído. Suele decirse que la literatura fantástica es un mero entretenimiento para niños y jóvenes, pero comprobamos que el poder evocador de la esencia homérica presente en estos libros sigue vigente según qué clase de espíritus penetren en sus páginas. Luego, deberíamos analizar los prejuicios en torno a la gente ensoñadora. En cualquier caso, y relacionado con esa república de significaciones compartidas tras la cual andamos, el arte es alimento, leemos, vemos o imaginamos grandes historias para incorporarlas a nuestra propia estructura mental, y eso se traduce en un modo de organizar y planificar la vida. En mi caso concreto y respecto a Lord of the rings, como ya especifiqué, la lectura fue algo más que ver un reflejo de mi biografía. Fue una especie de confirmación, de decirme que esa infinitud que yo tenía encerrada en el pecho tiene su origen en los mitos ancestrales, en la pasión por andar caminos y viajar en busca de la Naturaleza. Y también en el mundo feérico. Antes de leer a Tolkien tuve visiones de los elfos. Y es que reconocer cómo la ficción surge de un determinado modo de relación con la realidad es una disposición que tiene su momento en la infancia y primera adolescencia y luego se va perdiendo conforme morimos asfixiados por el tiempo de la maquinaria destructora. Por otro lado, el viaje de Frodo hacia la sombra comienza en otoño y tiene su punto álgido en el invierno, para culminar en el triunfo de la luz en primavera. El ciclo de las estaciones sirve para estructurar simbólicamente el relato, definiendo el viaje en consonancia con el ciclo natural. Pero es el lector quien debe aprender a vivir su vida, año tras año, permaneciendo sensible a las estaciones, al mundo simbólico o a los estados emocionales asociados con cada estación, para culminar en la resurrección de la primavera. Eso es tradición universal y sentido absoluto. Otoño, partida, invierno, primavera, regreso. Comenzar de nuevo, esperar a la siguiente oscuridad, trascender la anterior y seguir adelante. Sería el mayor tesoro que nos proporciona la fantasía épica.