En efecto, la celebérrima cantante Dalida, que por fin había unido su destino al del más conocido cineasta de su país, "dejando atrás un montón de malas películas" según había comentado dichosa - bastantes de esas obras son muy difíciles de ver para comprobar esa afirmación, aunque espero que no contase entre ellas a "Land of the Pharaohs" de Howard Hawks, donde debutó como doble de Joan Collins - aparecía muerta en un hotel de París.
Muchos recuerdos removidos en el rodaje, muchas sombras rondando su cabeza desde hacía años... se hace inevitable pensar en la Maria Callas de Pasolini, con la que incluso físicamente guardaba un cierto parecido.
La condescendencia con que se suele mirar a las cinematografías del segundo o tercer mundos, resulta más absurda que nunca si se contempla la maestría de Chahine para filmar y montar una secuencia que puede arrancar desde una grúa, incluir una panorámica, lanzarse a perseguir un personaje con un travelling y finalizar en un plano fijo.
Y asombrarse no de su audacia o su precisión, sino de su adecuación, de que no es una caricatura para seducir inadvertidamente al espectador que tiende a saturarse de "realismo" y prefiere que cuanto sucede en pantalla sea fútil para evadirse cuando y cuanto quiera.
Nunca perdió Chahine la rebeldía de sus primeras películas, treinta y tantos años atrás, cuando se empezó a hablar de cintas árabes, indias, japonesas o brasileñas en festivales por toda Europa.
Ya en los días de "Siraa Fil-Wadi" (1954) tenía esa exuberante manera de narrar - no muy confortable para ese público que solo se activa cuando le señalizan lo importante, a menudo además desplegada en films bastante largos -, poco cambiaría con la madurez alcanzada diez ("Al-nass wal Nil", 1968) o veinte años después ("Iskanderija... lih?", 1978) y aún resistiría el "contraestilo" en "Al-massir" (1997) o "Alexandrie... New York" (2004), varias de las que me parecen sus mejores obras, en todas las épocas.
Para afianzar su posición pudo haberse entregado a estratégicas y coyunturales causas ajenas, o proclamar y no moverse un centímetro de alguna propia, pero entonces quizá se hubiese tenido que preguntar al llegar los momentos musicales algo importante, ¿cómo acompañar con violines - no digamos con una big band - a lo que no sentía como universal?
Ya que el trasfondo del film es una epidemia de cólera, pudo Chahine recostarse plácidamente en el más famoso libro de Albert Camus, pero como si de un Guru Dutt impregnado en varias nuevas olas se tratase, "Al yawn al-Sadis" va por libre, colma expectativas en una bobina y a partir de un cierto punto (el incendio de la casa, tal vez el primer número coreografiado del simpar Mohsen Mohieddin), solo cabe dejarse conducir, a un ritmo ridículo y magnífico, hasta esa barcaza que navega hacia Alejandría donde Chahine aprovecha para medirse al horizonte y el amanecer, por si nos había parecido que se parapetaba en callejuelas enloquecedoras y en la oscuridad de la noche para invocar semejante vitalidad heterogénea de su mirada.