Vuelo 751

Publicado el 20 noviembre 2012 por Pberraondo

7 de diciembre de 1991. Aeropuerto de Arlanda, Estocolmo. 6.00 horas. La megafonía anuncia que el avión McDonell Douglas va a despegar destino aeropuerto de Frederic Chopin de Va rsovia con escala en Copenhague. Hay riesgo de nieve…

El capitán Stefan G. Rasmussen y su pirmer oficial, Ulf Cedermark, despegan la aeronave bautizada como Dana Viking, matrícula OY-KHO. A bordo llevan cinco sobrecargos y 122 pasajeros, entre ellos el gran portero de balonmano Tomas Svensson.

Día gris luminoso, amenaza tormenta de nieve. Hace frío, mucho frío. El termómetro no logra alcanzar los 0 grados. Está siendo un invierno crudo en Escandinavia. Los pilotos reciben la autorización de la torre de control: “pueden despegar”. Y entonces avisan al pasaje: “abróchense los cinturones, vamos a salir, deseamos que tengan un buen viaje”.

El aparato blanco corre por la pista, coge la velocidad necesaria y comienza a elevar la proa. Es el punto de no retorno. Se levantan los trenes de aterrizaje y, de repente, dos impactos en los dos motores traseros se suceden al mismo tiempo. El avión se desnivela. Algo está alterando las corrientes de aire en las alas. Sólo llevan 25 segundos en el aire y tratan de desacelerar los motores. No pueden.

Han pasado 78 segundos desde el momento del despegue. Se apagan los dos motores. El capitán Rasmussen consigue nivelar el aparato tras un picado controlado. Les separan 980 metros del suelo.

“Torre de control de Arlanda, pedimos permiso para regresar de inmediato, nos fallan los dos motores traseros”, grita por radio el capitán. El primer oficial Cedermark y el capitán Holmberg, que se encontraba en el avión como pasajero y que corrió hasta la cabina al percatarse de los problemas, tratan de reiniciar los motores. Las nubes no permiten ver a qué distancia están de la tierra. Nadie consulta el altímetro.

Se abren las nubes, el suelo está demasiado cerca, a 270 metros. El capitán Rasmussen suda y guarda la calma. Ha visto un claro de bosque a su derecha. Ordena a todo el pasaje que adopte la postura de choque.

El avión cae poco a poco. Los pilotos intentan mantener los frenos aerodinámicos al máximo para que el golpe sea lo menos violento posible. El ala derecha del avión golpea la copa de los árboles. El impacto es inmediato.

La colisión con los árboles provoca que el avión caiga a tierra con la cola por delante. Se desliza con la panza por la nieve como un trineo descendiendo sin control. La nave se parte en tres. El aparato detiene su deslizar descontrolado. Silencio.

Silencio. Tomas Svensson abre los ojos, mira a izquierda y a derecha. Mira su cuerpo. Mira sus manos. Se frota el rostro. Vuelve a mirar a izquierda y derecha. Reina el silencio. Se incorpora como puede en el asiento. Mira adelante y atrás. Silencio. Las miradas de terror entre los pasajeros desatan la tensión. Gritos, lloros, abrazos, arañazos, golpes, dolor, incredulidad. No hay muertos. Ya son los 129 supervivientes del que se conocerá como “milagro de Navidad”.

Rasmussen, Cedermark y Holmberg lo han conseguido, son los héroes del accidente de Gottröa. “La fortuna radicó en que las bajas temperaturas y la nieve impidieron que el combustible ardiera y el avión estallase”, recuerda un serio Svensson de mirada perdida.

Sirenas, luces, ambulancias, policía, bomberos, hierros, ruido, nieve, frío, caos, milagro. El combustible se había helado después de haber estado el aparato toda la noche a la intemperie. El hielo transparente cubría todas las alas. La pericia de los pilotos consiguió que tardaran en caer cuatro minutos, cuatro largos y eternos minutos que salvaron la vida de todos los ocupantes del vuelo 751. “Si has tenido un accidente aéreo es muy difícil volver a tener otro, es casi imposible, es el transporte más seguro. Si viajas conmigo ya no te puede pasar nada”. El guardameta habla como si estuviera vivo por regalo de la diosa fortuna, aliviado por haber esquivado la guadaña de una muerte casi segura, inmortal en asuntos de vuelo, impactado por contar una historia con final demasiado feliz como para ser real. “No me preocupaba el impacto, lo más duro era ser consciente durante esos cuatro minutos de que no íbamos a sobrevivir”.

Hielo, uno fina capa de hielo, capaz de desprenderse golpeando los álabes y dificultando el vuelo. Un cúmulo de trágicas casualidades que salvaron unos pilotos que nunca se habían subido a un simulador de vuelo ni tenían la más remota idea de cómo reiniciar los motores. “Cuando viajo en los aviones intento ir al lado de una persona de complexión fuerte, alguien alto, que pueda dominarme si me entra el pánico”.

En el vuelo 751, en aquel MCDonnell Douglas MD- 81 de la aerolínea SAS, Svensson ocupaba el asiento del pasillo. “No veía nada de lo que estaba pasando, me angustiaba, quería saber qué sucedía. Ahora viajo siempre en ventanilla”.

Aquel despegue ha marcado su vida y a punto estuvo de poner fin a su carrera: “Tuve que elegir entre mi profesión, que me exige volar, y entre no volar. Elegí mi profesión”. Ahora se ha convertido en un experto en aviación y en ejercicios de relajación para cuando se altera en los despegues y aterrizajes.

El Gottrörakraschen, como se conoce el accidente aéreo de aquel fatídico 27 de diciembre, cambió la filosofía de vida de Tomas Svensson. “Puedes ir hacia arriba o hundirte”. El camino que siguió el sueco queda claro. A sus 44 años todavía defiende la portería del Reihn Neckar Lowen de la Bundesliga. En su mochila, éxitos en Asobal con Atlético de Madrid, Bidasoa, FC Barcelona, San Antonio y Valladolid.

Quizá supo en aquel avión que no era su momento porque no pasó la película de su vida por su cabeza. No se vio levantando sus dos mundiales, sus dos europeos ni sus tres medallas olímpicas. No se vio levantando sus seis ligas ni sus seis copas de Europa.

Siempre ha dicho que le gustaría llegar a la jubilación jugando y, conforme las canas van apareciendo en su pelo, se puede pensar que el bueno de Tomas, cuando lo decía, no estaba de broma: “Los últimos años de mi vida han pasado volando”. Paradójico.