Vuelta al lugar donde se hicieron las preguntas (I)

Por Agora

¿Para qué queremos el arte?, se plantea el autor de este ensayo. Fijar lo excelente, salvar el tiempo, representar el ensueño y lo anticipatorio del hombre fueron,entre otros, los fines del gran arte.

Enlazando con el anterior dossier, dedicamos este artículo en homenaje al “romántico tardío” Bécquer. Nos proponemos presentar, en una primera entrega, las ideas estéticas de los teóricos del primer movimiento romántico, Friedrich Schlegel y Friedrich Schelling. Ambos compartieron socialmente un mismo nombre, vivieron un tiempo en la misma ciudad (Jena), enseñaron en esa misma Universidad, recibieron la enseñanza de Fichte, pero, sobre todo, amaron a la misma mujer.

La lectura de sus ideas creemos que es útil para entender la historia del arte y de la literatura de los siglos XIX y XX, en los que estuvo vigente y en constante crisis creativa y transformación la Modernidad, y nos puede ayudar a aclararnos sobre la cuestión del arte, que en la actualidad nos preocupa.

En la primera entrega de este estudio revisaremos el programa romántico de F. Schlegel y lo “inconsciente” del arte según Schelling. En una segunda, nos plantearemos la necesidad radical de pensar, desde hoy, el sentido del arte. Por fin, en una tercera entrega, el diálogo con los dos autores románticos se contrastará con la reflexión de Martín Heidegger, que ilumina como desde una luz futura muy remota el sentido del arte en la época técnica.


La Escuela de Jena introdujo en Alemania el llamado “romanticismo temprano”. Aquella Escuela estética arrancó del impulso teórico de Friedrich Schlegel y culminó en Schelling, agente de una verdadera revolución desde dentro del proyecto ilustrado que había creado el primer programa de Modernidad.

El absolutismo estético de Schelling lo llevó a propiciar una relación nueva del arte con la naturaleza, en la línea del Romanticismo, y más tarde, a situar el arte en la órbita del mito y la revelación. La llamada de Schelling a la naturaleza vital y orgánica, y finalmente, al genio, síntesis de arte y naturaleza, deja abiertas innumerables zonas de interés para la Modernidad – lo inconsciente en el arte, la implicación del arte con el mito, y la muerte del arte en el mito, y sobre todo, lo que a nosotros nos interesa más, el replanteamiento de la “esencia” del arte desde la historia y la sociedad.

Para seguir las ideas de Schelling, hemos de remontarnos al contexto de origen del romanticismo temprano. Éste surge en torno al año 1797 en Jena; en su configuraración son decisivas las ideas de Friedrich Schlegel sobre la poesía griega y, principalmente, sobre lo romántico como poesía progresiva universal; la obra Enciclopedia, de Novalis, y las Lecciones sobre arte y literatura dramática, de August W. Schlegel. En pintura, su máximo exponente es CasparDavidFriedrich, autor del célebre cuadro “El monje frente al mar”.

FRIEDRICH SCHLEGEL, JENA, 1797


Las cartas de Friedrich Schlegel en la revista Athenäeum constituyen el primer programa del Romanticismo, la primera expresión de una “vanguardia “ moderna.

Las señas del programa romántico, tal como lo formuló F. Schlegel (lo subjetivo, el fragmento, lo interesante, la pérdida de homogeneidad del arte) las podemos entender mejor en una perspectiva histórica: entenderlas significa la necesidad de hacer una crítica de sus aportaciones desde nuestra actual situación, y valorar en qué medida son responsables, aquellas ideas, de la presente crisis del arte, o, por el contrario: en qué medida mantienen un impulso fértil que, momentáneamente sólo, se halla hoy parado y oscurecido.

Repasaremos las principales características del concepto de arte (incluido el arte literario) que trae el programa romántico, abriendo una era, construyendo una habitación en la que todavía nos encontramos: aun con estrecheces, para unos; sin paredes ni ventanas, para otros; o con los cimientos en el aire, sin fundamento ya, para los más radicales críticos de la Modernidad.

Partimos de la premisa de que en 2011 nos hallamos aún en el límite, o sea, fuera y dentro a la vez, de la llamada Modernidad, que fue fundamentamente romántica en el sentido que tanto Schelling como Friedrich Schlegel decidieron, en pugna con las ideas de un cierto clasicismo romántico, más sereno, menos “subjetivo”, de Kant y de Goethe; una Modernidad que se reinventó con Baudelaire y el Simbolismo -segunda o tercera Modernidad, y en el contexto de la ciudad moderna del siglo XIX y cuyas secuelas fueron las Vanguardias de principio del siglo XX.

No consideramos la “Posmodernidad” nada más que como el cansancio de un final de etapa, un período interesante pero donde aún no se daban los ingredientes ni la necesidad urgente, que puede despertar energía, de plantear las preguntas decisivas. No hubo en ese período efímero posmoderno, tanto en el arte como en la teoría de finales del siglo XX, una focalización hacia el futuro. De ahí que sus producciones no tuvieron una raíz viva, quedaron, muchas veces, en puro juego deconstructivo, y se agotaron al volver el empuje de las preguntas. La Postmodernidad no enterró la Modernidad; al contrario, hoy comprobamos que, tras el desvanecimiento de los gestos posmodernos, reaparece con más virulencia el debate con el fantasma de la Modernidad, tanto en política, en derechos humanos, en economía, como en arte.

CRITICA DEL PROGRAMA ESTÉTICO DE F. SCHLEGEL

1. El Romanticismo, y por tanto, la primera Modernidad, trae una medida nueva de valor en todo: lo subjetivo. La primera nota del programa de Friedrich Schlegel es, en efecto, el énfasis en lo subjetivo; entendido, ahora, como lo individual; y no como agente humano general de la subjetividad trascendental tal como la entendieran Kant y Fichte. Este es un cambio importante. Se produce una ruptura entre el sujeto o Yo trascendental (lo subjetivo de la Razón, válido para cualquier individuo) y el sujeto individual, fragmentado, copia del individualismo burgués que comienza a extenderse.

Se necesitará, más tarde, recomponer la síntesis del Individuo y la Humanidad, se necesitará ver lo individual también como una unidad orgánica, un microcosmos; y para ello Schelling apelará a lo orgánico de la naturaleza en busca de reestablecer la armonía entre el individuo y el todo (de las capacidades humanas, de la sociedad y del cosmos).

De este modo, se establecerá una dialéctica que tendrá largas consecuencias en la Modernidad; aun más evidentes cuando, en la línea de Schelling de lo insconciente natural - que continúa en Nietzsche y Freud-, se sobrepasa lo individual desde dentro, por así decir, del propio recinto del concreto individual: en consecuencia, el individuo, el único (que diría Stirner), el individualista burgués ya no puede ser un átomo, o mónada independiente; está superado por la fuerza irracional que domina su psiquismo, así como la obra de arte.

2. Lo segundo es la valoración del fragmento, en consonancia con el principio subjetivo de este estética. Este nuevo registro hace aflorar pronto una tensión que va a recorrer internamente la primera Modernidad romántica y dejará aún su impronta en el posromanticismo. En la estética moderna se manifestará la dialéctica entre lo fragmentario y la aspiración a la obra de arte orgánica, total (como en Wagner). En el fondo, se aspira, ya desde Schlegel, a que el fragmento sea un microcosmos donde se lea el todo en conexión necesaria. La propia escritura fragmentaria, aforística, de Nietzsche, es compatible con su admiración por la obra total.

Esta situación se mantiene hasta que a mediados del s.XIX, en París y en otras capitales donde avanzó la segunda Revolución Industrial, no se asuma la ruptura total del individuo, su aislamiento, y su nueva condición de flâneur, en un nuevo medio, la ciudad, a la que en el fondo le es tan indiferente, como lo es ella al artista, que sólo repara en lo anecdótico, en lo inesencial o inútil, en aquellos aspectos urbanos que le son afines, pero ahora asumidos como categorías estéticas. Pero eso ocurrirá con Baudelaire, con el comienzo de nuestra Modernidad. “La desesperanza fue el precio de esta sensibilidad, la primera en abordar la gran ciudad” (W. Benjamin, “Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire”). En el maravilloso cuadro de Coubert, “L'atelier du peintre” (1855), vemos a Baudelaire leyendo, en la esquina derecha de la tela: se diría que ajeno a cuanto le rodea y, en realidad, inagurando el paradigma de la actitud intelectual crítica.


No sin cierta conciencia crítica, malestar en la cultura (Freud) y nostalgia del ideal y de la unidad perdida, esta modernidad, que se orienta plenamente en lo artificial, en la ciudad como foco, continúa hasta las primeras vanguardias que surgen en el primer tercio del siglo XX, inmediatamente antes y después de la Primera Guerra Mundial. Se ha podido leer la Primera Guerra Mundial (e incluso la segunda) desde el malestar inconsciente hacia la ciudad moderna (de las multitudes masificadas, deshumanizadas), desde un instinto civilizatorio tanático, de destrucción de las propias grandes urbes que la civilización moderna había creado y cantado. Esa contradicción está in nuce en el malestar del artista moderno y en su nueva posición ante la ciudad: de amor-odio.

Hemos pasado de Jena o Weimar y de su pequeño núcleo artístico, intelectual, a las grandes ciudades modernas, París, Berlín, Londres, Nueva York. Desde la perspectiva del tiempo, es como pasar de la pequeña polis de Atenas a los Estados modernos.

El romanticismo alemán partía, por tanto, en sus proyectos e inquietudes, de un marco que será pronto superado. Pero ese romanticismo nos dejará siempre una sospecha de crítica a lo moderno, una nostalgia idílica de una cultura más próxima a lo natural. El idilio es, precisamente, una de las salidas que propone Schlegel para la reconciliación del individuo.

3. El tercer aspecto de la primera estética moderna y del programa de F. Schlegel es lo característico, lo interesante, como categoría contrapuesta a lo bello. ¿De dónde surge esa nueva categoría? Ya Herder en 1784 toma conciencia de que los griegos, los clásicos, no pueden ser superados. Schiller estableció la distinción polar, en la poesía, entre lo ingenuo (antiguo) y lo sentimental (moderno);esa dualidad engendra, a partir de Schlegel, nuevas polaridades: lo antiguo y lo moderno, lo objetivo- subjetivo, lo instintivo-lo reflexivo, la totalidad y la fragmentación; lo clásico y lo romántico, y, en fin, lo bello y lo interesante.

Lo interesante está, evidentemente, relacionado con lo subjetivo, el primer aspecto estudiado. Ello genera un trasvase, en la estética romántica, de la estética ilustrada kantianadel gusto a la estética del genio. Importa estudiar esta nueva mitología del genio, casi glorificación del artista, expresión del inconsciente de la naturaleza, tanto antes de Schelling, como sobre todo en Schelling, y en su radicalización, en Nietzsche, también hasta donde llega con Baudelaire y el artista maudit de Verlaine. La estética del genio pasa, a grandes rasgos, por ser la nota más sobresaliente del arte moderno, de la era en que el Artista es presentado (y se autopresenta) como un dios. Pronto como un loco genial, como un enfermo social, como un marginado egregio, como una víctima, en fin, de la sociedad.

En esa dinámica se vacía y ridiculiza o caricatura la estética moderna, que acaba presentando al artista como un dios menor imbécil, idiota (un privado átomo antisocial) y por último, con una pose de imcomprendido, autovictimista, decadente.

Lo moderno, en el siglo XX, intentará recuperar la visión de la posición del artista como una persona normal (no un personaje): a veces, otorgándole una función nueva dentro de lo social (como en el realismo soviético), o, como en las vanguardias más burguesas, presentándose asociado con lo popular, con cierta crítica hacia el burgués que lo había alienado anteriormente, para que el que trabajaba o ante el que se sentía marginado y maudit. Ese descendimiento del genio a lo popular se observa en la anécdota que cuenta Pío Baroja sobre Ramón Gómez de la Serna, el gran vanguardista español -quizá, el único-, quien se acercaba al Rastro madrileño y recogía diálogos de los tipos populares; junto a los cuales él, el escritor, aparece siempre vestido de Ramón Gómez de la Serna, de artista.

Esta marca-frontera del dandismo, del traje, lo hereda aun el modernismo vanguardista de Baudelaire, y el mentor del arte por el arte, Oscar Wilde; en ellos, aún, el dandismo del atuendo y la pose es marca romántica antiburguesa; en el siglo xx es un resto de la conciencia de sí del artista, de su característica subjetividad.

Mientras que el gusto kantiano proponía un distancimiento del juicio estético respecto a lo individual, y suponía la participación de una comunidad de conocedores estéticos en unas notas sensibles comunes de la experiencia estética; en cambio, con los románticos campeará cada vez más la estética del genio, sujeto de una moral aristocrática y capaz, como un dios, de descubrir e imponer sus valores y su coloración subjetiva a la naturaleza y al arte, que como formas objetivadas, cosificadas de lo natural, están siempre por debajo de su capacidad genial, instintiva, natural, que le permite captar la verdadera naturaleza del mundo.

La estética kantiana, ilustrada y burguesa, propone una comunidad (bien que no democrática ni popular, sino de exquisitos); el romántico reacciona hacia lo individual del genio. Ello acarrea dinámicas muy interesantes para la modernidad; es responsable, en una gran medida, de la fetichización del arte, del alejamiento del arte respecto a la sociedad, y asumiendo en el genio, en el artista, toda la dimensión estética humana, de romper el proyecto ilustrado de educación humana a través de lo estético, que Schiller formuló magistralmente en sus Cartas sobre la educación estética.

La asociación del arte con la mercancía, en la época moderna, se producirá de modo irreversible: éste es un aspecto de la muerte del arte, para las vanguardias, que se suma a la conciencia de su vacío de contenidos y a su pertenencia a una época superada de expresión del espíritu (tema que arranca, de forma paradigmática, con Hegel y su reflexión sobre la muerte-superación del arte, y que aun continúa, en la supervivencia del arte de nuestros días, en relación con los medios técnicos nuevos de reproducción artística y con los actuales medios que incluso rompen o diluyen el concepto mismo de creación artística en un continuum de imagen casi siempre banal donde se resume la contaminación estética del mundo).

Si el arte tendía, desde su principio, a una representación de sí del hombre, desde la imaginación creadora (casi siempre con una función anticipatoria, en todo caso como protesta, testimonio contra la fugacidad y contingencia del mundo y del mundo humano: el arte fijaba el tiempo, el instante, lo significativo, lo salvaba), en cambio ahora, en el nuevo continuum de imagen, el arte se vacía en lo fugaz y pierde incluso su propio contenido, siempre superado por sus medios técnicos: ni siquiera lo anticipatorio le es propio en sí, pues, por más que quiera el arte actual, lo técnico, que pasa de ser medio a ser protagonista, va más de prisa: en suma, tanto la capacidad anticipatoria como el contenido funcional, que sin más remedio hemos de llamar idealizador del arte, se ponen en crisis en la época actual.

Incluso hoy observamos, con cierta sonrisa, el valor de las experiencias dadaístas, del arte del momento fugaz, de los happenings, que suponían una crítica, en su momento, al arte cosificado, al arte-mercancía. Desde la expresión la muerte delarte, abogaban en realidad por su conservación, así creemos que el dadaísmo tenía conciencia de lo que se perdía de la esencia del arte en la era mercantilista y sus provocaciones eran un toque de atención. Lo mismo en los futurismos, de Marinetti, en el creacionismo, de Vicente Huidobro, hasta en el surrelismo de Breton, se trataba de recuperar la visión anticipatoria, proponer o señalar un contenido hasta entonces no reparado (el mundo moderno, las máquinas, la velocidad, en el futurismo; lo insconciente, en el surrealismo).

Hoy, la anticipación del contenido está rebajada, sobrepasada, por la aceleración técnica, por la imagen neoartificial, y el engaste del arte en su medio técnico. En consonancia, por otro lado, se ha llegado a una crisis del órgano ideal del arte (incluso hasta el impresionismo, que captaba lo instantáneo, se lo propuso y tenía ese órgano de visión). ¿Por qué esa crisis del órgano? Porque el arte hoy no ve con su propio órgano, si no con el de la técnica. Vivimos en la ceguera del arte, en la noche del arte: es otra forma de muerte del arte.

4. El cuarto aspecto de la estética romántica es la pérdida de la homogeneidad (tanto en las partes que integran la obra como en el gusto del período). Tiene consecuencia para la creación de géneros híbridos que propugnan los románticos. Frente al estilo como orden estable de un época, priman las maneras individuales de los artistas (esto en relación con el aspecto antes estudiado: el gusto tiene que ver con el estilo, con un consenso racional estético de una comunidad de conocedores; la manera, con el genio, con lo individual como fuente aristocrática de valor). Hasta este extremo puso el Romanticismo el arte. En esta cuarta condición del arte moderno se sostiene aún su máximo interés, sobre el “talón de Aquiles”, sin embargo, del genio, capaz de crear como desde la nada una nueva manera. Adiós al arte tranquilo, pero adiós, también, a cierta idea más comunitaria del arte, en lo sucesivo echada vagamente en falta tanto para la supervivencia del propio arte como por los receptores de las genialidades

¿QUÉ FUNCIÓN TIENE EL ARTE?

Comienza la carrera de los pluralismos formales, de la renovación incesante del arte, casi al compás de la aceleración tecnológica y el desfasamiento de cada nueva manera por otra moda o manera artística.

Platón señalaba ya, en Cratilo, esta característica de la técnica (techné-arte) humana, a la que domina su fin-función (que no es inmediatamente la utilidad, sino la idea) y que hace posible la separación de artes, bajo el criterio de su función: desde las más utilitarias (cuya idea se reduce a la representación de un utilidad óntico-óptica práctica, incluso en lo cotidiano, como es el cuchillo para cortar) hasta la idea-fin a que se dirigen otras técnicas que intentan satisfacer una necesidad de contenido más complejo dentro del psiquismo humano y la cultura: como es fijar lo excelente, salvar el tiempo, representar el ensueño y lo anticipatorio del hombre, en fin, el gran arte. Pues bien, decía Platón, que en todos los casos, desde lo más toscamente utilitario a lo que tiene un fin más “elevado y complejo”, en todas las técnicas, el principio de dirección es un eidos o idea que representa el fin, la función para la que queremos el arte.


Para qué queremos el arte, se plantearán ya los contemporáneos (para que la verdad no nos mate, dirá Nietzsche; como refugio y consuelo del dolor de existir, Schopenhauer. O para ejercer nuestras capacidades naturales estéticas, como juego (Schiller, juego en sentido formativo); o, según un gran sector de la estética vanguardista del siglo XX (que categoriza Ortega y Gasset en el concepto de deshumanización del arte), como juego lúdico, sin un plan de Bildung, pero que también tiene una función: desautomatización de la vida, desmecanización de lo vital, reinvidicación del humor. En todo siempre una función, el problema es cuál es en el mundo actual).

El arte es siempre representación (con contenido metafísico y anticipatorio), es una aspiración que se dota de un saber o pericia objetivadora, poiesis, de una competencia para rivalizar en naturalidad, ambición, profundidad metafísica y, en el fondo, anticipación cultural, con los mitos. El mito de Ícaro responde a la necesidad profunda humana de volar, que cuando no se puede realizar por el arte, se expresa en el mito. Igual que en los sueños.

Por otra parte, se entiende la obra, la realización técnica concreta, como un momento, siempre precario, superable de esa aspiración. El progreso artístico está inscrito en el origen de la techné occidental. Supuestamente, mientras que en otras culturas la relación entre el fin (idea-función) y necesidad práctica, que mediatiza la obra concreta, se acaba en ésta, no avanza; en cambio, en la cultura occidental está impreso, ab origine, ese progreso que es consecuencia de una insatisfacción respecto a la mediación de la obra respecto a la idea y la necesidad cultural, antropológica.

Estos son los grandes rasgos de la “esencia” del arte occidental, fundamentalmente metafísica, progresiva, humanizante, educadora: ninguno de los teóricos modernos renuncia, a pesar de sus distintas interpretaciones, a ese concepto elevado del arte.

SCHELLING, LO INCONSCIENTE, EL MITO


Curiosamente, como hemos dicho, los mitos cumplen de forma supuestamente más natural la función anticipatoria y expresiva del ensueño, que el arte cumple de forma artificial, pero objetivada (en una obra).

El deslizamiento de Schelling hacia la valoración del mito (de la revelación, de la religión), abre el camino a la valoración, por Freud, de lo insconciente, del sueño. Supone, en principio, un volver a reunir el arte con su verdad natural, pero por otro lado, contribuye al deslizamiento del arte a su fin, a su subordinación al mito. El momento de autoconsciencia del arte, de vocación objetivadora autoconsciente, tenderá a diluirse: hoy, en el embeleso pasivo del continuum de la imagen técnica.

En fin, tocamos aquí un regreso del círculo del arte, y cuestionamos su progreso técnico, de maneras artísticas, del que se toma conciencia en el romanticismo; que supone un asumir de algo original desde la esencia del arte (desde Platón lo hemos seguido, en relación con la idea y la función del arte), pero que deriva, quizá, hacia su propia consunción; como se manifiesta en nuestros días. El cambio se devora a sí mismo, y vuelve al seno indeferenciado del mito y del sueño, pero ahora, en este modo, con pérdida de lo alcanzado en la Modernidad: la autoconciencia reflexiva del arte.

Fulgencio Martínez