Desde el jueves pasado, en el cine Gaumont.
Hace algún tiempo, en Buenos Aires -quizás en las grandes ciudades occidentales en general- proliferan los trabajos cinematográficos que nacen de la ocurrencia de retomar material filmado a título estrictamente personal, en ese momento sin intención artística o profesional. De repente (o no tan de repente), alguien recuerda que registró con una cámara hogareña un viaje al exterior o distintos acontecimientos familiares o a una serie de (ahora ex) parejas, y vislumbra en esas películas de aficionado el crudo de un relato rico en lecturas diversas más allá de la dimensión autorreferencial.
El principal desafío narrativo que enfrentan los autores de estos proyectos es convertir sus piezas autobiográficas en un corto, medio o largometraje digno de la atención -si fuera posible del interés- públicos. Por si hiciera falta, cabe aclarar que este objetivo excluye a familiares, amigos, conocidos.
La cultura selfie parece haber operado una vuelta de tuerca alrededor de la célebre recomendación de León Tolstoi. Ya no basta con pintar la aldea para pintar el mundo: ahora hay que ingresar al cuadro, pintarse en la aldea, conjugar las pinceladas en primera persona del singular. El protagonismo acordado al pintor desplaza entonces la aldea -y por carácter transitivo el mundo- a un segundo plano.
Tamaña omnipresencia autoral constituye la causa de mayor indigestión para los espectadores que no congeniamos con este tipo de cine autorreferencial. El malestar podrá ser leve, moderado, agudo pero siempre se manifiesta.
Esta indisposición impide apreciar por completo las virtudes de La parte automática, opera prima de Ivo Aichenbaum que desembarcó el jueves pasado en el Gaumont luego de haberse proyectado en el 14° BAFICI. Aunque más rica que otras recopilaciones autobiográficas, esta bitácora de viaje a Israel -con una breve estadía en Alemania- también admite la comparación con el árbol que tapa al bosque (o con la presencia de un yo que tapa la aldea y el mundo).
Sin dudas, resultan interesantes los pantallazos de los traslados y visitas que el realizador comparte con otros jóvenes argentinos de origen judío. Las imágenes de los kibbutz descuidados, el plano detalle de las botas de uno de los soldados que custodian el Museo del Holocausto, algunos pasajes de la charla sobre técnicas de riego en suelo desértico dan cuenta de las contradicciones de esa tierra prometida para unos y prohibida para otros.
Asimismo son valiosas las observaciones y reflexiones del propio Aichenbaum sobre la condición judía, sobre la construcción de una identidad individual, familiar, colectiva que en este caso parece haber empezado en la casa de la bobe. Sin dudas, el uso de la primera persona del singular contribuye al tono intimista del relato.
Los espectadores reticentes rechinamos los dientes ante el ruido que hace el -o le atribuimos al- pivote egocéntrico cuando el realizador se concentra en la figura de su padre. Lejos, casi fuera de campo, queda este personaje cuya historia bien podría haber sido el tema central de ésta u otra película: la de un médico que en los ’80 se trasladó a Nicaragua para trabajar al servicio de la revolución sandinista y que en 2001 abandonó la Argentina (donde había regresado) para exiliarse en Israel y así escaparles a las deudas acumuladas en tiempos de corralito.