Vuelve otro Estilita: el Joven

Por Santos1
San Simeón Estilita, el Joven. 23 de junio y 3 de septiembre.

Santos Juan y Simeón el Joven.

A Simeón Stilita se le llama “el Joven” o “el Menor” para distinguirle del otro Simeón Estilita "el Viejo" (5 de enero; 29 de junio; 27 de julio, Iglesia Jacobita, y 1 de septiembre, Iglesias Griega y Bizantina). Sus padres fueron el comerciante de telas, tintes y especias, Juan y santa Marta (4 de julio), originarios de Edesa. Estando embarazada, su madre tuvo una revelación de San Juan Bautista (24 de junio, Natividad; 23 de septiembre, Imposición del nombre; 24 ó 21 de febrero, primera Invención de la cabeza; 29 de agosto, segunda Invención de la cabeza, hoy fiesta de la Degollación; 25 de mayo, tercera Invención de la cabeza), de quien era muy devota, que le aseguró que tendría un hijo agraciado por Dios, y que sería luz en el mundo, por su penitencia y vida orante. Y nació Simeón, llamado así en honor al Estilita “viejo”, en Antioquía, en 521. La leyenda nos dice que el amor a la penitencia se manifestó muy pronto, pues el bebé Simeón no mamaba de su madre ni los viernes, ni las vigilias de la Iglesia. En fin… 
Cuando tenía 5 años ocurrió un terremoto devastador en Antioquía, del que su madre y él se salvaron por estar en la capilla de san Juan Bautista, mientras que su padre pereció entre las ruinas de su casa y comercio. Desde la pobreza tuvo que trabajar junto a su madre por salir adelante. Aún siendo muy pobres, y endeudados, madre e hijo no dejaban de socorrer a los pobres, acoger peregrinos, dedicar horas a la oración. Y el niño seguía siendo tan penitente, que no sufría la falta la comida, el frío o el calor. Vivía de milagro, que dicen sus biógrafos. Lo mismo puede decirse de su intelecto, que no se vio mermado por la carencia de comodidades ni de maestros. Su madre le educó como supo, y lo hizo muy bien, porque con pocos años, el niño tenía luces y argumentos muy elevados para su edad.  A los doce años comenzó a madurar su vocación eremítica, aunque se ponían grandes esperanzas en él. Tanto el mundo como la Iglesia, y lo demuestra que con solo 12 años fue ordenado diácono, con vistas a alcanzar cargos eclesiásticos.
Pero él lo tenía claro: Cristo, y este en la soledad, era su único deseo y vocación. No le convencieron las lágrimas de Marta, ni sus ruegos, así que una noche, con quince años, salió de la ciudad sin rumbo fijo. Viajó hasta el monte Taumastoro (Monte de los Milagros), en Siria, donde había un monasterio muy austero y penitente, donde no se aceptaba a cualquier postulante sin probarle antes en la penitencia, la humildad y la caridad. Todas las pruebas las superó, y con gran agrado de los monjes, que descubrieron en el adolescente grandes prendas de santidad. Era juicioso sin arrogancia, humilde sin falsedad, penitente y alegre al mismo tiempo. Admitido como novicio, le asignaron como maestro al monje San Juan Estilita (24 de mayo), que vivía sobre la columna en medio del monasterio. Este ya le conocía desde mucho antes que llegara al monasterio, por medio de visiones en las que Dios le había revelado su persona, vestido con una túnica blanca. En breve adelantó a su maestro en las virtudes, comía solo unas lechugas una vez a la semana, oraba de continuo casi toda la noche, y durante el día mientras trabajaba o leía las Escrituras o a los Santos Padres. Todas las noches rezaba el salterio entero, y todos los salmos durante el día, haciendo genuflexiones y disciplinándose. La unión con Dios era constante, cada acción o palabra estaba llena de la presencia de Dios, tan cara a la vida monástica.

Poco a poco fue haciéndose más conocido, y con ello llegaron las tentaciones de fama y vanagloria, a las que resistió siendo más penitente y humilde. Más aún. La leyenda cuenta que no contento el diablo, tentó a un pastor que por allí vivía para que comenzara a difamarle y ante el nulo efecto, le metió en la cabeza que lo asesinara. Apenas tomó un cuchillo, se le paralizó el brazo y comenzó a secársele, cayendo la carne y dejando ver el hueso. Arrepentido corrió al monasterio y confesó sus intenciones pecaminosas instigadas por el diablo. Simeón le abrazó tiernamente, le perdonó y le sanó el brazo. El pastor, arrepentido, lo dejó todo y entró al monasterio para hacer penitencia toda su vida. 
En unos años Simeón había aventajado tanto a su maestro, que este y el abad, le permitieron en 541 tener su propia columna separada de la de Juan. Era más alta y estrecha que la de su maestro, y en torno a ella congregó a sus propios discípulos atendidos por su santa madre que lo había vendido todo para los pobres y acompañaba a su hijo viviendo al pie de la columna, sirviéndole a él, a los monjes y a los peregrinos.
Pero en esta nueva fase sin supervisión exageró en la penitencia, pues se ató una cuerda a la cintura, tan fuerte, que le hizo una llaga que permitió se hundiera la cuerda en la carne, pudriéndola. Emanaba un olor tan pestilente, que Juan le ordenó se la quitara para siempre, a lo que obedeció Simeón, como buen santo, para el que la obediencia es lo primero. Se había adherido tanto la cuerda, que fue necesario cortar trozos de carne, estando a punto de morir. 
Pasados los tiempos de tentaciones y cargas del demonio, le llegó el tiempo de la serenidad espiritual, siendo colmado por Dios de gracias y bendiciones, dándole dones inefables. Le libró de morir luego que un rayo alcanzara su columna y esta se derrumbara. Los monjes hallaron al santo sonriendo entre los escombros. Alcanzó una contemplación elevadísima, estando en éxtasis casi continuamente, llegando al conocimiento de verdades de la fe y misterios de la Revelación. Tuvo don de conciencias, libraba a los endemoniados, predecía acontecimientos futuros y cercanos en el tiempo, que él mismo podía comprobar se hacían realidad. También tuvo el don de milagros, sanando a muchos con solo trazar la señal de la cruz, o incluso mirarles desde lejos, aunque esta forma de sanar distante no le gustaba, porque siempre acompañaba los prodigios de palabras de vida eterna, no menos sanadoras. La fama hizo que en 554 el obispo de Seleucia le visitara y le ordenara presbítero en contra de la voluntad del santo.
Ya ordenado, su misión dio un paso adelante: comenzó a escribir, además de predicar. Sermones y obras ejemplarizantes escribía a los que le pedían algo. Escribió cartas y obras teológicas. Defendió el culto a las imágenes sagradas, para lo que escribió una carta al emperador Justiniano, recordándole su deber de defender la ortodoxia de la fe cristiana. Una carta tan llena de unción y verdad, que el emperador la tuvo en gran precio para defender la devoción a las imágenes. Doscientos años después aún la citaba el Segundo Concilio Ecuménico de Nicea, incluyéndola entre su argumentario los defensores de las imágenes. También denunció el santo los errores de las herejías que persistían en su tiempo.
En 566 se hizo construir una columna más alta aún, ya separada del monasterio, y junto a la cual reuniría a sus discípulos y su propio monasterio. En esta columna vivió 26 años más. A inicios de 592 supo por revelación que ese mismo año moriría. Convocó a los monjes, y cada día les exhortaba a ser vigilantes, a no perder la humildad y la caridad. Finalmente, el 24 de mayo, con 75 años de edad, falleció, viéndose grandes luces en el cielo en ese momento.
Fuente: 
-"Novísimo año cristiano". JEAN CROISET. Madrid, 1847.