Por Diego Martínez Gómez
El culpable de un atentado, si acaso lo hay, no es nunca el propio terrorista. Esto lo lleva grabado a fuego la izquierda española, ñoña y entreguista. La foto de las Azores, la falta de empatía de anfitriones y vecinos o el apretón de manos entre Juan Carlos y Bin Abdelaziz son los pretextos más recurrentes para absolver de toda culpa a los barbudos ejecutores. Y es que la fijación de algunos contra el régimen saudí, no exento de su parte de culpa, empieza a ser sospechosa.
Nadie sabe en qué pensaba exactamente Pablo Iglesias cuando, ante las cámaras, advirtió de «lo que ha significado el ‘wasabismo’ para comprender la radicalización que ha llevado a algunos a cometer atentados». Sus declaraciones, puestas en contexto, tienen poco de casual. La obstinación casi obsesiva de Iglesias por situarse siempre del lado del régimen de Jamenei quizá tenga algo que ver con el dinero cobrado de la propia dictadura de los ayatolás. Durante tres años, hasta un mes antes de las elecciones de 2015, el secretario general de Podemos cobró hasta casi 100.000€ de Irán a través de la productora Hispan TV. Algo poco ético tratándose de un régimen catalogado como ‘catastrófico’ en materia de derechos humanos por numerosas organizaciones internacionales. Dejando a un lado esto, muy comentado ya, así como el aparente desliz fónico que le llevó a confundir una corriente islámica con una salsa nipona, analicemos la aclaración que publicó posteriormente en su cuenta de Twitter.
En respuesta a un tuit del diario Libertad Digital en el que se leía: «Pablo Iglesias confunde el wahabismo islámico con la salsa japonesa wasabi», Iglesias declaró: «Escribir wahabismo (o salafismo) islámico es tan redundante como escribir pentecostalismo cristiano, pero gracias por corregirme la dicción». Sin reparar en la comparación, creo más relevante la aparente vinculación que parece hacer entre wahabismo y salafismo, como si de sinónimos se tratasen. Segundo –y aún más grave- error.
A pesar de que en ocasiones ambos términos se utilicen como si su significado fuese el mismo -costumbre arraigada entre algunos medios-, la realidad hace algunos matices. No hace falta ser un experto –yo, de hecho, no lo soy- para advertirlos. Basta con investigar unos minutos y navegar por algunas páginas de rigor.
El salafismo ( de ‘salaf’ o ‘ancestro’) se interpreta como una ‘vuelta a los orígenes’. Este deriva de una interpretación literal del Corán y ha estado presente en el sustrato popular del Islam durante gran parte de su historia. El salafismo fue, entre la comunidad suní, una vía de escape para afrontar grandes crisis internas, ya fuesen políticas, sociales o religiosas. Su origen se puede atribuir a Ibn Hanbal, en el siglo IX, fundador de la escuela hanbalí, en un llamamiento al retorno al Islam ancestral. Esta tendencia se intensifica cuando, tras el auge del imperialismo y las invasiones coloniales, la influencia de Occidente en los países islámicos empieza a ser más palpable. La idea de volver al Islam verdadero, puro y cristalino, favorece el creciente rechazo a las nuevas formas de vida importadas del exterior: la religión se cuestiona, el mundo se industrializa y en el horizonte aparecen los primeros destellos de la aldea global. Los musulmanes comienzan a sentirse extraños en sus propias ciudades y, valiéndose del salafismo, fomentan una creciente confrontación con Occidente. Ya en nuestros días y tras las Primaveras Árabes –que nacen quizá como pretexto para justificar ciertos intereses- las ideas que podían parecer abstractas se materializan en verdaderas amenazas.
No obstante, el propósito de desligarse de la influencia occidental y huir de la tutela económica de las potencias coloniales fue tal que acabó por desvincularse del argumento religioso. Ejemplo de ello son las políticas de Mohammed Mossadeq, primer presidente democrático de Irán, que, en un intento por independizarse de los ingleses, decide nacionalizar el petróleo y entregárselo al pueblo. Ello le acarreó graves consecuencias: la CIA orquestó la ‘Operación Ajax’ y Mossadeq fue derrocado en beneficio del Sha.
Sin embargo, el wahabismo es posterior. Con matices ya no sólo religiosos sino también políticos, se podría definir como una versión contemporánea del salafismo. Nace a raíz de las ideas de Muhámmad ibn Abd-al-Wahhab, clérigo suní, que achaca de nuevo la decadencia de los países musulmanes a la influencia exterior. Optando por una visión purista del Islam, con la Sharía por bandera y bajo la influencia del hanbalismo crea, junto a Ibn Saúd, primer monarca saudí, las bases de un nuevo estado de corte fundamentalista y autoritario. El wahabismo está asociado especialmente a Arabia Saudí y Catar, a quienes se les acusa de difundir mensajes radicales y favorecer el terrorismo yihadista. Podríamos decir, a modo de conclusión, que el salafismo es algo así como la fuente de la que bebe el wahabismo contemporáneo.
El tercer error llegó unos días después. Mohammed Al Kuwari, embajador catarí en España, publicaba una foto en su cuenta de Twitter junto a Pablo Iglesias, quien, precisamente, había señalado a Catar como uno de los países culpables del terrorismo internacional. Yo ya no entiendo nada. Y es que, como decía Maquiavelo, la política es el arte de engañar.