A las cinco y media, (recordemos que nos habiamos dormido a las nueve de la noche) me desperté de nuevo. Vagueé en la cama escuchando podcasts hasta que a las siete y media, cuando atisbé por las cortinillas y vi que estaba saliendo el sol decidí despertar a mis compañeros para aprovechar el día. «Venga, arriba, ha salido el sol y no sabemos cuanto durará». En lo que me maldecían y se desperezaban salí de la caravana para inspeccionar nuestra parcela. La mañana era increíble, toda la vegetación, los árboles, los arbustos, los helechos gigantes, las flores, los musgos, los líquenes resplandecían goteando los restos de la lluvia nocturna. Desde la caravana, un sendero mínimo conducía a una pequeña explanada con nuestra mesa de picnic y la pequeña playita en la ribera del río. En medio del cauce, un tronco de unos 30 metros de largo estaba encallado. En la otra orilla, un bosque tan impenetrable como el que estábamos nosotros brillaba mientras la ladera subía hacia la cumbre. El sonido del río, el goteo de la lluvia, los pájaros. Esa mañana fue la primera vez que pensé que este iba a ser el viaje de nuestras vidas, que aunque solo fuera por esa vista, por esa mañana, todo lo demás merecería la pena. Pensé en que no quería que se me olvidará nada, y me empeñé en fijar todo pero especialmente lo que no sale en las fotos, en mi memoria. Quería recordar la sensación de estar lejos de todo, tan lejos que nada importa más que lo más importante: mis hijas, mis amigos, mi familia, estar bien. Quería recordar la sensación de emocionarme con la naturaleza y de, al mismo tiempo, ser consciente de que es imposible aprehenderla, absorberla, hacerla tuya. Lo único que puedes hacer es admirarla, adorarla, asombrarte por su magnificencia y belleza.
Tras el desayuno recogimos lo más rápido que pudimos para intentar aprovechar los claros entre las nubes que sabíamos no iban a durar mucho. Queríamos subir hasta el Heather Meadows Visitor Center para, desde allí, hacer alguna ruta a los lagos de la zona y subir a Artist Point para disfrutar de la vista de Mont Baker y Mont Shuksan. Cuando llegamos allí a las nueve y cuarto de la mañana descubrimos que la carretera a Artist Point y la mayoría de los senderos estaban cerrados por nieve. Sí, por nieve en julio. Las rutas podían hacerse pero con equipamiento de montaña que, lamentablemente, no teníamos. Cuando digo que había nieve, no penséis que me refiero a algunas manchitas de nieve, hablo de 3 metros de nieve. Dimos un paseo por la zona, disfrutamos de la vista y esperamos a que abrieran el centro de visitantes para poder ver la exposición y el edificio. Mientras esperábamos para entrar, charlando de cualquier tontería, se nos acercó un señor con su hija y nos preguntó de dónde éramos. (Aclaro que un español en Washigton es algo muy exótico, pero mucho. Aclaro también que cuando decíamos que eras de España, mucha gente nos contestaba: «ah, yo estuve en Alemanía con el ejército» o «conozco Paris» que por otro lado, es como cuando aquí alguien dice que es de Los Ángeles y nosotros contestamos «yo tengo un amigo en Nueva York», todo un poco ridículo pero bienintencionado). Al saber que éramos de España, nos sorprendió contándonos que él había estado de luna de miel, diez años, antes en España. «Estuvimos en Barcelona, Sevilla, un sitio de playa cerca de Sevilla y creo que llegamos a Madrid. Sí, me suena que allí cogimos un tren a Sevilla. Tenéis los mejores trenes del mundo».
De camino paramos en el parking de un centro comercial a comernos unos bocadillos y descansar un rato. Inciso logístico.- Aprovecho para comentar que en USA no puedes acampar para dormir con la caravana donde te dé la gana, solo puedes hacerlo en un camping, ya sea privado o público, o en el aparcamiento de un Wallmart. Algunos campings se pueden reservar por internet (nosotros los llevábamos todos reservados desde España) y otros tienen política de "el primero que llega, es el que coge sitio". Los precios oscilan muchísimo. Los públicos, en parques nacionales que son los más bonitos, cuestan 20$ la noche por spot, esto significa que puedes meter dos vehículos y hasta seis personas. Los privados depende de los servicios que tengan, varían entre 40 y 80$. Fin del inciso logístico.
La Cascade route que recorríamos hacia el este atraviesa un paisaje que se parecía, que a nosotros nos recordaba, ligeramente al que conocemos del Valle de Benasque y alrededores. Va atravesando pueblos que no son realmente más que casas a los dos lados de la carretera. No imagineís nucleos urbanos con casas antiguas, iglesias o plazas centenarias. Los primeros colonos blancos llegaron al Estado de Washington hacia 1850, es decir, antes de ayer. No les ha dado tiempo a hacer nada histórico. Eso sí, la carretera corre todo el tiempo paralela a un río, el que sea, mientras vas subiendo, casi sin darte cuenta, hasta el Steven Pass, un paso de montaña, con otra estación de esquí que da paso al este de la Cordillera de las Cascadas. Esta zona también es montañosa pero no es tan salvaje como la parte norte de la que veníamos, goza de un clima más seco porque las montañas paran las nubes que llegan desde el Pacífico y es menos salvaje porque es en esta zona a dónde primero llegaron los colonos que venían del este. En las laderas de estos valles se asentaron las primeras familias, los primeros núcleos urbanos y las primeras industrias madereras. Además, por esta zona pasa el tren que viene del este y llega a Seattle. Al descender del Steven Pass nos dimos cuenta de que el río que transcurría paralelo a la carretera corría al revés, en dirección este, hacia el interior del continente, en vez de hacia el Pacífico como todos los que habíamos visto hasta ese momento. Como esta zona es más abierta y más civilizada, teníamos wifi y aprovechamos para buscarlo. Era el río Wenatchee que transcurre hacia el este para desembocar en el Río Columbia, uno de los más grandes del continente que sí desemboca en el Pacífico. Pero ya llegaremos a eso.
¿Por qué cuento todo esto? Porque importa. La ciudad perdía importancia, industria, población hasta que en los años 60, algunos de sus habitantes viajaron a Europa, concretamente a ¡sorpresa! la zona de Baviera y volvieron con la idea de que si en Europa esas ciudades tenían tanto turismo, lo único que tenían que hacer era hacerse bávaros. El entorno alpino, la lluvia, la nieve y los bosques ya los tenían, era cuestión de transformar la arquitectura. Y dicho y hecho. Pagaría por leer las actas del ayuntamiento y las trifulcas y dudas de los vecinos hasta que aprendieron a construir y decorar en estilo bávaro. Actualmente Leavenwroth es un sitio curioso. El pueblo no es muy grande pero tiene mucho comercio, muchos restaurantes y bares porque es un gran destino turístico. En verano porque tiene muy buen clima y hay lagos, ríos, excursiones y mil cosas para hacer y en invierno porque se puede esquiar y en Navidad montan un festival impresionante, como de peli navideña de Antena 3. Además los suelos son muy fértiles y las manzanas de la zona son, por lo visto, muy famosas. (Por cierto, hemos comido muchisimas cerezas en este viaje. Todas cultivadas en Washigton y Oregon y debo decir que eran espectaculares de ricas)
Mañana más.