El viernes pasado acudí por primera vez al magnífico club de lectura de la librería Luces. Como era de esperar, encontré allí a muchos conocidos y pasamos una tarde muy interesante intercambiando puntos de vista acerca del clásico de Henry James. Casi todos conocíamos también la adaptación de William Wyler, por lo que estuvo presente casi todo el tiempo.
Podríamos calificar Washington Square como un drama psicológico, protagonizado por una mujer débil de carácter y de una bondad extrema. Catherine es uno de esos seres que pasarían totalmente inadvertidos por la existencia si no fuera por la familia a la que pertenece. De su padre, viudo, recibirá una cuantiosa herencia, lo que llama la atención de Morris Townsend, un hermoso joven que conoce perfectamente las artes de la seducción amorosa y que nunca va a encontrar una víctima tan propicia a sus habilidades como la protagonista. El padre de Catherine, el doctor Sloper, es un hombre marcado por la temprana muerte de su esposa, una mujer idealizada en su pensamiento. Su hija es una decepción: una joven sin carácter que cae irremisiblemente en las redes de un seductor sin escrúpulos, cuyas intenciones lucrativas son para él transparentes desde el primer instante. Para proteger a su hija de las garras de Townsend el doctor no dudará en ser cruel, hasta el punto de agredir psicológicamente a la joven enamorada. Para el lector, la actuación brutal del doctor Sloper acaba siendo contraproducente: produce muchos más perjuicios en su hija que dejarla contraer matrimonio con quien estima que es un sinvergüenza.
Washington Square es uno de esos raros ejemplos en los que la versión cinematográfica (al menos la de William Wyler) resulta superior al original literario. La interpretación de Olivia de Havilland dota de muchos matices a un personaje que en la novela es un poco plano: la actriz hace evolucionar a Catherine desde su candidez inicial a la amargura del final, donde ha perdido el amor devoto que hasta aquel momento sentía por su padre, reivindicando su derecho a equivocarse y a comprar con su dinero el amor de cualquier galán del que pueda encapricharse. Al final Catherine es una mujer con el corazón roto que no ha podido superar la aplicación por parte de su padre de una estricta ética derivada de la clase social a la que pertenece, cuya razón de ser termina siendo de una estricta crueldad con tal de que su hija abra los ojos y sea capaz de contemplar al desnudo el alma contaminada (no en vano Morris ha dilapidado en la depravada Europa su pequeña fortuna) del hombre al que ama. Es curioso que la labor de encajes que realiza recuerde mucho a la expresión española que se aplica cruelmente a ciertas mujeres solteras: que quedan para vestir santos.