Arranca con una reconocible secuencia de tópicos que el cine ha agotado hasta saciar pero enseguida se encamina hacia la distinción. Al igual que Charlie, el héroe de esta contienda. Un chico con serias dificultades para las relaciones sociales. El cordero que haría las delicias de cualquier lobo de instituto. El rarito que vomita sus dotes de puertas para dentro. Ese adolescente que existe, y quien más o quien menos hemos tenido el gusto de conocer, vapulear o ignorar. Como él, todos nos hemos visto obligados a pertenecer a un grupo. Somos animales que en la adolescencia ansiamos un rol dentro de la manada. Porque la naturaleza nos empuja a las relaciones y es precisamente ese periodo el que marca nuestra conducta en la vida adulta. Charlie no lo ha tenido fácil para asomar la patita en esa sociedad. Sus traumas infantiles y la pérdida de su mejor amigo no han sido precisamente el mejor pasaporte para mantener una correcta vida social. No hasta que tropieza con otras almas perdidas. Patrick y su soñadora hermanastra Sam. Junto a ellos experimentará sentimientos de obligado cumplimiento para conseguir el pase a la vida adulta en condiciones.
Lo mejor: con un disfraz equivocado acaba desnudándose hasta permitir ver su alma y ahí es cuando crea adicción. Su optimismo. La entrega del director y de los actores.
Lo peor: el flashback reiterativo en la última parte.