Esta noche, la helada se apropiará de este fango y de nosotros,
marchitando muchas manos, frunciendo la frentes vigorosas.
La comitiva fúnebre, con picos y palas asidos temblorosamente,
Se para ante rostros medio conocidos. Todos sus ojos son hielo,
pero nada sucede.
Así termina Intemperie, uno de los poemas más estremecedores de Wilfred Owen que Antonio Linares Familiar ha traducido para la edición bilingüe de su Poesía completa en Linteo.
Owen murió en acción de guerra a los 25 años, cuando faltaba una semana justa para que terminara la Primera Guerra Mundial. Era el 4 de noviembre de 1918 y hasta entonces sólo había publicado tres poemas, pero el tiempo le convertiría póstumamente en el más significativo de los poetas que murieron en aquella masacre ilimitada.
En Tengo una cita con la muerte, la antología de poetas muertos en la Primera Guerra Mundial que publicó esta misma editorial, Owen era el poeta más relevante incluso cuantitativamente: se seleccionaban de él seis poemas y se le dedicaban veinticinco páginas.
Fue la experiencia traumática de la Primera Guerra Mundial la que provocó en él un terremoto interior que le hizo pasar del sosegado esteticismo tardorromántico y su naturaleza armónica a una poesía que se convierte en denuncia de la crueldad de la guerra de la que fueron víctimas miles de jóvenes como él, llevados al desastre por la irresponsabilidad de sus dirigentes. Una juventud condenada a la que dedicó un memorable Himno que comienza con este verso: ¿Qué campanas suenan por los que mueren como ganado?
El sufrimiento de la guerra no sólo hizo madurar a Owen como persona, además provocó en él una explosión creativa con la que se defendió ante la catástrofe y le otorgó una voz poética propia forjada en la compasión, que es -como escribió en uno de sus poemas- la sangre que mana de la herida. Es la compasión –incluso por el enemigo- que se convierte en el eje de Extraño encuentro, uno de los mejores poemas que escribió, donde se lee soy el enemigo que mataste.
“No me interesa la Poesía –explicaba Owen-. Mi tema es la guerra y la pena de la guerra. La poesía está en esa pena”, una reflexión que recuerda Antonio Linares Familiar en la esclarecedora introducción de su edición bilingüe, donde añade estas intensas líneas sobre Owen y una poesía “que utiliza para sacudir al lector y hacer más cruel el horror de la guerra, como cruel es el entorno del campo de batalla: el barro, las noches, las ratas, el gas, las alambradas, el gorgoteo de la sangre de los moribundos. La iconografía del desastre llevada a lo más íntimo del dolor y el sufrimiento del que, gracias a Owen, todos somos partícipes, testigos, cómplices y de su mano vamos, como acompañados por Dante, del infierno a la excitación pasando por la desesperanza.”
Es la guerra que le lleva en el intenso Insensibilidad a compadecerse de lo que gime en el hombre / ante el último mar y las desafortunadas estrellas; / de los que lloran cuando muchos abandonan estas orillas; / de los que comparten / la reciprocidad eterna de las lágrimas.
Así pasó Owen de una poesía dulzona, primaveral y algo afectada al invierno del mundo que alimenta la semillas con sangre, a una naturaleza atravesada por el horror de la destrucción en la que los árboles se convierten en metáforas de los cuerpos de los soldados.
Es -escribe Antonio Linares Familiar –“la realidad del campo de batalla donde sangre y fuego conforman el mismo surco” que ocupan los proyectiles y el gas, los muertos, los heridos, los mutilados. Una siniestra danza de la muerte que Owen resumió así al final de un espléndido poema, Dulce et decorum est:
Si en algunos sueños sofocantes tú también pudieras caminar tras el carro en el que lo arrojamos, y ver los ojos blancos que se retuercen en su cara, su cara desencajada, como un endemoniado; si pudieras oír, en cada sacudida, la sangre que gorgotea de los pulmones destrozados, obsceno como el cáncer, amargo como la mascadura de llagas repugnantes, incurable sobre lenguas inocentes, amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo a los jóvenes enardecidos, sedientos de gloria, la vieja Mentira: Dulce et decorum est pro patria mori.
Santos Domínguez