Resulta muy difícil, si no imposible, hacerle justicia a un
escritor como William S. Burroughs. Violento y ensordecedor, pero al mismo
tiempo majestuoso y poético, su figura parece alzarse en la mitad de la
encrucijada que separa al narrador más crudo y demencial del frío y analítico
hombre de ciencias. Y esto no es una simple metáfora, sino que, realmente,
cuesta creer que el autor de novelas como Yonqui
o la célebre El almuerzo desnudo sea
el mismo que se sentaba a escribir con toda seriedad sobre los efectos de las
diferentes drogas, con comentarios respecto a su posible efecto sobre el
cerebro y métodos de combatir su adicción. En un caso como este, cuando surge
la pregunta acerca de dónde terminan las máscaras para dar paso al verdadero
rostro del hombre, hay que resignarse a admitir que no hay mascarada alguna, y
que la voz que nos llega desde las páginas es, siempre, real.Claro que Burroughs, como Byron o Bukowski, debe buena parte
de su fama a los excesos de su vida privada, que fue el combustible con el que
alimentó su obra. A mediados de la década del cuarenta, cuando el autor apenas
si pasaba de los treinta años, entró en contacto con el grupo que, algo
después, se haría conocido como “La Generación Beat”, si bien él siempre se
negó a ser incluido en ella: Jack Kerouac, Neal Cassady, Allen Ginsberg y John
Giorno fueron algunos de sus compañeros por aquel entonces, en correrías cuyo
objetivo era dar con una experiencia trascendental que los llevara más allá de
los límites de la propia realidad. Objetivo que, de más está decirlo, jamás era
alcanzado, lo que los empujaba a estar siempre, parafraseando la simbólica
novela de Kerouac, “en el camino”. Una actitud, ciertamente, candorosa, apenas
un pseudo misticismo infantil, que muchos de los “beats” tuvieron que pagar a
un alto precio. Y Burroughs, que por estos años se dedicó a vivir en carne
propia todos los excesos que las drogas pudieran ofrecer (sobre todo la
heroína, pero sin hacer ascos a ningún otro estupefaciente, incluyendo jarabe
para la tos y nuez moscada), no fue la excepción.Sin ir más lejos, fue en 1951 que aconteció la más conocida
de las tragedias de la vida de Burroughs: la muerte de su esposa, Joan Vollmer,
de la que él fue responsable. La pareja, dada como era a las emociones fuertes,
había ideado un pequeño juego de tiro al blanco al que llamaban “Guillermo
Tell”, donde el blanco era una manzana puesta en equilibrio sobre la cabeza de
Joan y el tiro… pues eso: un tiro con el arma de William. No es difícil
imaginar lo que sucedió: Burroughs, inculpado por homicidio, tuvo que pasar
trece días en prisión, aunque la peor de las jaulas fue, indudablemente, la
negra depresión en que lo hundió aquel terrible “accidente”. Treinta años
después moriría su hijo, un alcohólico al que no le bastó con consumir su
propio hígado, sino que hizo lo mismo con el que recibió en un trasplante.Perturbador e inquietante, este es un autor cuyos textos
reflejan, de una manera u otra, pero siempre con absoluta sinceridad, el asalto
de sus demonios más profundos. Lo que no significa, claro está, que todo este
caos verbal fuese resultado de un simple acto reflejo o de la improvisación.
Muy por el contrario, lo que coloca a William Burroughs por encima del común de
los escritores de su época, y aún de algunos de los mayores, es precisamente el
genio y la diligencia con los que construía sus textos. Y, si bien es cierto
que se trata de un escritor desigual, la altura poética de sus mejores momentos
hace que olvidemos enseguida los párrafos menores.Por violenta y caótica que sea, la estética de Burroughs
responde a un duro trabajo creativo, producto de una larga serie de lecturas y
refinamientos. Es lo que se hace notorio cuando pensamos en su máxima creación,
El almuerzo desnudo: un tour de force por los más oscuros
precipicios de nuestra condición humana y de la sociedad contemporánea, donde
los alaridos de dolor no tardan en confundirse con gemidos de placer y con las
carcajadas. Es indiscutible la influencia de Nietzsche y del Marqués de Sade,
pero en su cuidadosa arquitectura verbal, que vuelve continuamente a temas y
motivos determinados, se reconoce también la sombra de Joyce. Y, por su
estructura y composición general, el libro se vuelve aún más allá, hasta Dante
y su Divina Comedia, para
presentarnos un Infierno sin puertas ni ventanas por cuyos círculos ha de
guiarnos la voz del propio Burroughs, como un Virgilio delirante. Una obra,
pues, que esconde tras la blasfemia y el espanto una compleja e insospechada
maquinaria narrativa, que podemos reconocer una vez que admitimos que, así como
hay quienes nacieron para construir represas, hay otros cuya especialidad es
desbordarlas. Como bien lo dijo él mismo: “No busco entretener…”. (Este artículo fue publicado en El Dominical (suplemento cultural del diario El Comercio) el día 29 de abril del 2012.)