EN EL PAISAJE MONÓTONO SALPICADO DE palmeras de carnauba del municipio de Campo Maior, en el sertón de Piauí, yacen algunos de los héroes anónimos de la Independencia de Brasil. Sus tumbas están señaladas por montículos de piedra descuidados y sin identificación en el matorral que cubre las orillas de la BR-343, autovía que une la capital Teresina con la ciudad de Parnaíba, en el litoral piauiense. En medio de ellas se yergue una cruz ennegrecida por el humo y transformada en lugar de peregrinación por la religiosidad popular. A sus pies, pagadores de promesas encienden velas y depositan exvotos – muletas, bastones, dentaduras y trozos del cuerpo humano, como piernas y brazos, modelados en cera, yeso o madera. Algunos años atrás, un gobernador tuvo la idea de levantar allí un monumento de cemento, aunque los visitantes sean raros y esporádicos.
En ese lugar ocurrió el más trágico enfrentamiento de la Guerra de Independencia. Fue bautizado la Batalla del Jenipapo en referencia al nombre del río en cuyos márgenes brasileños y portugueses se batieron entre las nueve de la mañana y las dos de la tarde del 13 de marzo de 1823. El resultado fue una masacre: cerca de doscientos brasileños muertos y más de quinientos hechos prisioneros. Las pérdidas representaron un tercio del improvisado destacamento militar brasileño compuesto en su mayoría por vaqueros, comerciantes, algunos concejales, un juez, además de viejos y adolescentes. Los portugueses tuvieron sólo dieciséis bajas.
Ignoradas actualmente por los brasileños de otros estados, las tumbas de los héroes anónimos del Jenipapo contienen una lección. Es un error creer que las regiones Norte y Nordeste sólo “se adhirieron” al Imperio de Brasil después de que la independencia estuviera asegurada en el sur del país. Según esta interpretación equivocada, la decisión se habría tornado inevitable ante la consolidación del poder de don Pedro en Rio de Janeiro y el debilitamiento de la metrópoli portuguesa envuelta en dificultades políticas y financieras. En realidad, la independencia en esas regiones fue conquistada palmo a palmo a costa de mucha sangre y sufrimiento.
Con 90 mil habitantes, de los cuales sólo 20 mil blancos, Piauí era en 1822 “un patio de atrás de Brasil”. Al contrario que las demás regiones brasileñas, había sido colonizado desde el campo hacia el mar. Sus primeros ocupantes fueron buscavidas y vaqueros. Al frente de rebaños semisalvajes, habían desalojado a los indios y ocupado los vastos campos ganaderos del sur de la provincia para después avanzar lentamente por el sertón hasta la franja litoral que hoy forma el delta del río Parnaíba. Las comunicaciones con el resto del país eran tan lentas que, en 1811, la provincia tardó casi un año en recibir la carta real con la cual conseguía la autonomía, separada de la antigua capitanía de Marañón. La primera escuela de enseñanza básica en la capital de entonces, Oeiras, fue creada sólo cuatro años más tarde, en 1815.
A pesar del aislamiento, también era una región típicamente brasileña, mezclada, mestiza, sin distinciones de razas ni colores, como constató su primer gobernador, João Pereira Caldas, en un informe enviado a la corona portuguesa en 1766. “Mi concepto del valor de los hombres de esta capitanía es muy limitado”, afirmó de forma prejuiciosa. “En este sertón, por antiquísima costumbre, la misma consideración tienen blancos, mulatos y negros y todos, unos y otros, se tratan con recíproca igualdad, siendo rara la persona que se aparta de este ridículo sistema”.
En 1821, ese trozo de Brasil humilde, remoto y escasamente poblado fue confiado por las cortes de Lisboa al mayor portugués João José da Cunha Fidié.
Al tomar posesión, el nuevo gobernador apenas tuvo tiempo de calentar la silla. Fue cogido por sorpresa por la noticia de que el día 19 de octubre la cámara de São João de Parnaíba, en el litoral piauiense, había proclamado su adhesión a la causa brasileña en una revuelta liderada por el juez João Cândido de Deus e Silva y por el coronel de milicias Simplício Dias da Silva. Fidié era un soldado experimentado y disciplinado, que destacó en la guerra contra las tropas de Napoleón Bonaparte en Portugal y en España. Como estratega, sin embargo, se reveló un desastre. Al saber de la rebelión en Parnaíba, abandonó la capital Oeiras – objetivo lógico de un eventual ataque de las tropas fieles a don Pedro I – y al frente de 1.100 hombres armados marchó hacia el norte. Su objetivo era castigar a la rebelde Parnaíba e impedir que cualquier foco revolucionario prosperase en la provincia. La lenta travesía a pie de los 660 kilómetros que separan Oeiras del litoral se prolongó por más de un mes en medio de un paisaje reseco y castigado por el sol del sertón piauiense.
Al llegar a Parnaíba, el día 18 de diciembre, el imprevisor Fidié tuvo dos sorpresas más. La primera fue que no había nadie a quien castigar. El juez João Cândido, el coronel Simplício y los concejales responsables de la proclama del 19 de octubre se habían refugiado en la villa cearense de Granja. Aún así, con la vana ilusión de que podría revertir el curso de la historia, el mayor reunió a los moradores, declaró nulas las decisiones de la cámara, organizó una jura colectiva de fidelidad a Portugal y promovió una ceremonia de acción de gracias en la iglesia principal. Mientras tanto, sus soldados saqueaban y prendían fuego a las propiedades de los revolucionarios refugiados en Ceará. La segunda sorpresa, sin embargo, era devastadora. En su ausencia, la desprotegida capital Oeiras también se adhirió a la Independencia en una conjura tramada en la casa del brigadier Manuel de Sousa Martins, futuro vizconde de Parnaíba.
Alarmado por las noticias, Fidié dio media vuelta y partió de Parnaíba en dirección a Oeiras el día 28 de febrero de 1823. Esta vez, sin embargo, el desenlace del viaje por el sertón sería muy diferente. La villa de Campo Maior, situada a media distancia entre Parnaíba y la capital, ahora estaba en manos de los revolucionarios brasileños. Al saber de la aproximación del Ejército portugués, el capitán Luiz Estanislau Rodrigues Chaves, comandante de la guarnición local, decidió cerrarle el paso. Como disponía de menos de quinientos soldados, hizo un llamamiento a la población pidiendo voluntarios.
Al amanecer del día 13 de marzo, cerca de 2 mil personas estaban reunidas frente a la iglesia de Santo Antônio. Era un grupo sin entrenamiento militar, armado con hoces, machetes, cuchillos, escopetas de caza y dos cañones viejos y enmohecidos, todavía de la época del Brasil colonia, que horas más tarde se desmantelarían al disparar los primeros tiros. “Sólo la locura patriótica explica la ceguera de esos hombres que iban a salir al encuentro de Fidié casi desarmados”, ponderó el historiador Abdias Neves.
Desde la fachada de la iglesia, los brasileños caminaron hasta las orillas del río Jenipapo, situado a diez kilómetros de la ciudad. Como el lecho del río estaba seco debido a la prolongada sequía, usaron los tocones de capim allí remanentes como trincheras improvisadas mientras las tropas portuguesas se aproximaban en dirección opuesta. La batalla comenzó a las nueve de la mañana. Avisado de la presencia de los revoltosos, Fidié dividió a sus soldados en dos grupos, que avanzaron por caminos paralelos hasta el Jenipapo. La caballería atacó primero por la izquierda, mientras que la artillería y la infantería aguardaban más alejadas la señal de avanzar.
Al oír los primeros tiros, los inexpertos brasileños creyeron que toda la tropa portuguesa estaba concentrada en el flanco izquierdo. Fue un error fatal. En tropel desordenado, abandonaron la línea de defensa que habían formado a lo largo de la orilla del río para concentrarse todos sólo en aquel punto. Esto le dio a Fidié la oportunidad de cruzar el Jenipapo en un punto desguarnecido y tranquilamente montar la artillería en lo alto de una ondulación que despunta sobre la campiña. Al percibir la maniobra, los brasileños ya estaban rodeados, en un lado por la caballería y, en el otro, por once cañones que comenzaron a vomitar sobre ellos una lluvia de fuego. Cuando terminó la refriega, alrededor de las dos de la tarde, el suelo estaba cuajado de cadáveres.
Para Fidié fue una victoria con sabor a derrota. En el fragor de la batalla, su equipaje personal y todas las reservas de agua, comida, ropas, armas y munición habían sido arrambladas por los sertanejos. Castigada por el inclemente sol, su tropa presentaba un estado tan deplorable al término de los combates que el mayor creyó más prudente no perseguir a los brasileños que huían en desbandada. Prefirió refugiarse en una hacienda próxima a Campo Maior, donde permaneció tres días. Allí también llegó a la obvia conclusión de que sería inútil resistirse a la oleada revolucionaria. La tragedia del Jenipapo demostraba la determinación de los brasileños de luchar por la independencia, incluso de forma desorganizada y a costa de la propia vida. Por eso, en vez de proseguir hasta Oeiras, Fidié decidió cruzar el río Parnaíba y refugiarse en la ciudad marañonense de Caixas, todavía controlada por los portugueses.
En las semanas siguientes, Piauí se sumergió en el caos. Bandas armadas recorrían las ciudades y las haciendas extorsionando a los portugueses y a cualquier persona sospechosa de estar en contra de la independencia. En la villa de Piracuruca, los soldados desertaron y se unieron a los indios que bajaban de la sierra de Ibiapaba, en la frontera con Ceará, para atacar y robar a los sertanejos. Asustados, los habitantes de los pueblos y haciendas huían de casa y se escondían en medio del páramo. “El robo se envolvía de una aureola luminosa de patriotismo, era considerado acción meritoria”, observó Abdias Neves.
Sitiado en Caixas por un ejército once veces mayor que el suyo, compuesto por 8 mil piauienses, cearenses, pernambucanos y baianos, Fidié resistió durante tres meses. A finales de julio, sin embargo, llegaron noticias de que en Lisboa las cortes habían sido disueltas. La causa por la que luchaba estaba perdida. Se rindió el día 31 de julio y fue llevado a Rio de Janeiro, de donde volvería a Portugal mediante un indulto del emperador brasileño. Dos semanas más tarde, la junta de gobierno de Marañón subiría a bordo del navío Pedro I para también anunciar al almirante Cochrane su adhesión al Imperio de Brasil.
Laurentino Gomes