DON JUAN VI MURIÓ DE forma misteriosa el 10 de marzo de 1826, dos meses antes de cumplir 59 años. Su agonía comenzó la semana anterior, con una crisis de hígado que lo hacía vomitar una sustancia verdosa y amarga producida por la bilis. A la mañana siguiente, mejor dispuesto, pidió que lo llevasen a dar un paseo en carruaje a lo largo del río Tajo. El día 4, parecía recuperado. Se despertó y desayunó, con el apetito de siempre, un pollo colorado, queso, tostadas y naranjas producidas en el norte de África. Tras ingerir las frutas, sin embargo, tuvo una nueva crisis, devastadora y sin retorno, con vómitos y convulsiones. La hipótesis del envenenamiento, muy comentada en la época, cobró aliento recientemente con los análisis de los restos mortales de don Juan hechos durante los trabajos de restauración de la iglesia de São Vicente de Fora, en Lisboa, donde fue sepultado. El estudio indicó una elevada concentración de arsénico en las vísceras, en cantidad suficiente para matarlo en pocas horas.
¿Quién asesinó al rey de Portugal? En 1826, los dos mayores interesados en la desaparición de don Juan VI eran su mujer, la reina Carlota Joaquina, que contra él intentó innumerables conspiraciones fracasadas, y el hijo menor de la pareja, el príncipe don Miguel, segundo en la línea sucesoria al trono y que ya una vez intentó un golpe infructuoso contra su padre. En una conversación con el embajador británico William Court, dos meses más tarde, la propia reina reforzaría los rumores al decir que su marido había sido “envenenado por los bandidos que lo rodeaban”. Dio hasta la composición de la sustancia utilizada para matarlo: un compuesto del arsénico llamado agua tofana.
La noticia del fallecimiento del rey produjo una ola de conmoción que atravesó el Atlántico y causó una tormenta en Rio de Janeiro. En principio, con la Independencia, todos los vínculos que unían Brasil a Portugal se habían roto. El propio don Pedro había reafirmado esto a orillas del Ipiranga al anunciar que “ningún lazo más nos une a Portugal”. En otra declaración famosa, contenida en la carta a su padre ya citada en este libro, dijo: “De Portugal nada, nada; no queremos nada”. La muerte de don Juan demostró que eran afirmaciones más retóricas que prácticas. Por más que se declarase brasileño de corazón, don Pedro continuaba ligado a la antigua metrópoli por lazos poderosos, que incluían también la sucesión al trono lusitano.
Al tener conocimiento oficial de la muerte de su padre, el día 24 de abril, don Pedro recibió también los papeles timbrados con la notificación de que era el legítimo heredero del trono portugués. Le bastaba decir sí para usar dos coronas, la de Brasil, ya suya en su condición de emperador, y la de Portugal, como sucesor de don Juan. Obviamente, no era una decisión tan simple. Tal vez en ningún otro momento de su vida don Pedro se había enfrentado con un dilema tan complicado de resolver.
En caso de que decidiese acumular las dos coronas y volviese a Lisboa, ciudad donde nació, anularía la Independencia de Brasil, cuya ruptura con Portugal costó sangre y mucho sufrimiento en la guerra acabada apenas dos años antes. En otra alternativa también difícil de aceptar, si continuase gobernando desde Rio de Janeiro, Portugal sería devuelto a la condición de colonia de Brasil, situación que de hecho estuvo en vigor durante la permanencia de la corte de don Juan en los trópicos, entre 1808 y 1821. Rechazar la corona portuguesa implicaba igualmente consecuencias drásticas. Había una guerra en marcha en Portugal, entre liberales y absolutistas. Don Pedro era visto como una esperanza de solución por los liberales y en hipótesis alguna podía omitirse.
Amedrentado con la encrucijada que el destino colocaba en su camino, el emperador pidió orientación a ocho consejeros. Uno de ellos, fray Antônio da Arrábida, su fiel confesor y portugués de nacimiento, opinó que no había mal alguno en asumir las dos coronas, siempre que Portugal y Brasil fuesen mantenidos como reinos autónomos bajo el liderazgo del mismo monarca. Los brasileños, sin embargo, fueron mayoritariamente contrarios a la propuesta. “Todos los argumentos que empleamos en defensa de nuestra independencia se volverían contra Su Majestad”, alertó Felisberto Caldeira Brant Pontes, el marqués de Barbacena. Sugirió que don Pedro conservase la corona portuguesa sólo el tiempo necesario para garantizar la independencia de las dos naciones y poner algún orden en la agitada situación política en Lisboa. Significaba confirmar la regencia de su hermana, Isabel Maria (nombrada por don Juan VI en los días finales de su agonía), dar amnistía a los presos políticos y una constitución a Portugal, convocar las cortes para refrendarla y abdicar en favor de su hija Maria da Glória, entonces todavía una niña de siete años.
Don Pedro acató el parecer de Barbacena y dio la noticia en la sesión inaugural de la primera legislatura del parlamento brasileño, en mayo de 1826: “Ahora conozcan algunos brasileños incrédulos que el interés por Brasil y el amor por su independencia es tan fuerte en mí que abdiqué a la corona portuguesa para no comprometer los intereses de Brasil, del cual soy defensor perpetuo”. La reacción entre los parlamentarios fue de entusiasmo. Incluso hasta férreos opositores, como el diputado minero Bernardo Pereira de Vasconcelos, futuro ministro del Imperio, elogiaron el gesto. “Este reconocimiento consolida el sistema brasileño, llenando de alegría el corazón de los brasileños”, afirmó Vasconcelos, para seguido reafirmar “las virtudes por las que el mundo ya da a Su Majestad Imperial el nombre de héroe del siglo XIX”.
Don Pedro fue rey de Portugal, con el nombre de Pedro IV, entre el 20 de marzo y el 2 de mayo de 1826, fecha de la abdicación en favor de su hija Maria da Glória. En la práctica sólo ejerció sus poderes durante una semana, a partir del 26 de abril, día en que aceptó oficialmente la corona que le era ofrecida por los papeles que llegaron de Lisboa. En esos escasos siete días tomó decisiones de gran impacto. La más importante fue dar a los portugueses una nueva Constitución. La anterior, votada por las cortes en 1822, había sido revocada en mayo del año siguiente por el movimiento conocido como Vilafrancada – insurrección contra los liberales encabezada por el infante don Miguel en la ciudad de Vila Franca de Xira, que disolvió las cortes y rehabilitó a don Juan VI en la condición de rey absoluto.
La nueva Constitución de don Pedro era una copia casi literal de la brasileña, otorgada por el emperador dos años antes, como muestra un documento hoy guardado en el Museo Imperial de Petrópolis. Es el proyecto de la nueva carta constitucional portuguesa con las enmiendas hechas en el texto de la ley brasileña por orden del emperador. Las anotaciones, garabateadas con la letra de Francisco Gomes da Silva, el Chalaza, amigo y secretario particular de don Pedro, revelan cambios cosméticos. Donde estaba escrito, por ejemplo, “Imperio de Brasil” pasó a constar “Reino de Portugal”. Innovaciones como el Poder Moderador, incluidas en la Constitución brasileña de 1824, fueron mantenidas íntegras en Portugal. Como resultado, Brasil y su antigua metrópoli quedaban a partir de aquel momento bajo el amparo de la misma ley – una constitución sorprendentemente avanzada y liberal para la época, como se vio en uno de los capítulos anteriores.
La intervención de don Pedro en los asuntos portugueses ocurrió en circunstancias delicadas. Al morir, don Juan VI dejó un país al borde de la ruptura política y profundamente debilitado por la pérdida de Brasil, su mayor y más rica colonia. Sus últimos años de reinado habían sido de mucho sufrimiento para el soberano y sus súbditos. En la vuelta a Lisboa, en julio de 1821, la nao en que viajó quedó incomunicada en los muelles por orden de las cortes, como si trajese a bordo no al rey de Portugal, sino a un enemigo o una enfermedad contagiosa. A parte de sus acompañantes les fue prohibido desembarcar, al ser acusados de corrupción en Brasil (el caso del vizconde de Rio Seco) o considerados enemigos del nuevo régimen instalado en Lisboa. Desde la tribuna, el diputado Manuel Borges Carneiro avisó: “Sepa esta corte infame, corrupta y depravada que la nación portuguesa no ha de tener con ella contemplación alguna”. Cuando, finalmente, fue autorizado a poner los pies en tierra, don Juan se sorprendió al verse transformado en mero fantoche de las cortes, impedido para nombrar a sus propios ministros o tomar las decisiones más esenciales de gobierno. La situación cambió con la Vilafrancada de mayo de 1823 que, además de disolver las cortes, elevó al infante don Miguel al puesto de comandante del Ejército portugués.
Restituido en sus poderes, no por ello don Juan tuvo paz. Al contrario, el enemigo ahora estaba dentro de casa. Carlota Joaquina, que había sido desterrada de la corte en 1822 por rehusar jurar la nueva Constitución liberal, recuperó sus privilegios y se alió con el príncipe don Miguel en un nuevo golpe, la Abrilada, así bautizado debido a la fecha en que fue provocado, abril de 1824. Esta vez, el blanco era el propio rey. Transformado en virtual prisionero de su hijo y su mujer, don Juan fue salvado por la intervención de los ingleses, que lo acogieron a bordo de uno de sus barcos. Don Miguel fue destituido del mando de las armas y enviado al exilio en Austria, de donde volvería en 1828 para usurpar el trono proclamándose rey absoluto. El resultado fue la guerra civil portuguesa – tema del capítulo 21 de este libro -, en la que el destino de la corona portuguesa fue decidido en el campo de batalla estando a un lado el usurpador, don Miguel, y al otro su hermano, don Pedro, padre de la legítima sucesora, la futura reina Maria II.
Todos estos acontecimientos pusieron a don Pedro en el centro del ruedo político de Portugal. Al contrario de lo que había prometido a los brasileños, jamás podría librarse de él. La concesión de la nueva constitución, seguida de la abdicación en favor de la princesa Maria da Glória, lo transformó en avalista del proceso político portugués, cabiéndole a él asegurar que los derechos de su hija serían respetados hasta que alcanzase la mayoría de edad y asumiese el trono. Al mismo tiempo, esto lo debilitaba cada vez más en Brasil. Las desconfianzas en relación a don Pedro eran tantas que algunos brasileños lo acusaban hasta de mantener en Rio de Janeiro un supuesto “gabinete secreto” – un equipo paralelo de gobierno, liderado por el Chalaza e integrado exclusivamente por los amigos portugueses del emperador.
La creciente implicación en los asuntos de Portugal hizo de don Pedro un soberano equilibrista con un pie a cada lado del Atlántico. Era una situación ambigua, que persistía desde 1822. En la práctica, él pasó buena parte del Primer Reinado gobernando simultáneamente dos países: Brasil, en su condición de emperador, y Portugal, como padre de la reina niña. Esta mezcla de intereses hacía que los representantes brasileños en Europa ocupasen gran parte de su tiempo empeñados en discutir cuestiones relacionadas con Portugal como si fuesen temas brasileños. De la misma forma, los diplomáticos extranjeros establecidos en Rio de Janeiro eran constantemente accionados por don Pedro para intervenir en la delicada situación política lusitana.
Un ejemplo de este malabarismo fue el lento proceso de reconocimiento de la Independencia brasileña. Los dos primeros monarcas en aprobar el Brasil independiente fueron los obás Osemwede, de Benim, y Osinlokun, de Lagos, dos reinos situados en la costa africana, por una razón obvia: eran, junto con Luanda, en Angola, los mayores exportadores de esclavos para los labrantíos y ciudades brasileñas. Seguidamente vino el reconocimiento por parte de los Estados Unidos, en mayo de 1824, también por una fuerte motivación política y económica. Medio siglo después de hacerse independientes de Inglaterra, los norteamericanos ya comenzaban a emerger como la nueva potencia continental. En diciembre de 1823, el presidente James Monroe proclamó la doctrina que llevaría su nombre y pautaría desde entonces la política exterior de Estados Unidos: “América para los americanos”. Cualquier intervención europea en el continente sería contraria a sus intereses y considerada, por lo tanto, un acto de hostilidad por el gobierno de los Estados Unidos. Brasil estaba incluido en la esfera de influencia de la nueva potencia.
En el caso de Portugal, el reconocimiento no vino hasta 1825, después de una larga y tortuosa negociación. Al proclamar su Independencia, Brasil deshizo la red de negocios, privilegios, cargos y lazos familiares que durante más de trescientos años prevalecía entre la colonia y la metrópoli. Era complicado revolver en todo eso sin abrir heridas y provocar resentimientos. Había también sutilezas diplomáticas que precisaban ser tenidas en cuenta. Mantener el linaje real portugués en Brasil facilitaría el reconocimiento por parte de las potencias europeas, en la época reunidas bajo la bandera de la Santa Alianza, que defendía el derecho ancestral de los reyes a gobernar los pueblos por herencia y delegación divina. Además de esto, por vanidad personal, don Juan VI quería mantener el título de emperador de Brasil aunque sólo con carácter honorífico. Su hijo se obstinaba en contrariarlo.
La solución encontrada fue pintoresca. Por el tratado denominado “paz y alianza”, negociado en Lisboa y Rio de Janeiro por el diplomático británico Charles Stuart, el rey don Juan VI reconocía “a Brasil la categoría de imperio independiente y separado del reino de Portugal y el Algarve, y a su sobretodo muy amado y apreciado hijo don Pedro por emperador, cediendo y transfiriendo por su libre voluntad la soberanía de dicho imperio a su mismo hijo y a sus legítimos sucesores”. O sea, don Juan reconocía el imperio de Brasil y asumía él mismo el título de emperador para, seguidamente, transferirlo de buena voluntad a su hijo don Pedro. En la práctica, la independencia dejaba de ser una conquista de los brasileños para convertirse en una concesión del rey de Portugal. Además, por una cláusula todavía más curiosa, don Juan VI mantenía formalmente, como era su deseo, el título de emperador honorífico de Brasil hasta su muerte, como si don Pedro ocupase el trono como mero delegado del soberano portugués y no por la libre elección de los brasileños. “Todo se resumía a un negocio de familia”, señaló el historiador Luiz Lamego. “El padre cedía al hijo la colonia, reservándose, no obstante, el título de emperador”.
Según el artículo tercero del tratado, don Pedro también se comprometía a rehusar cualquier propuesta de anexión de otras colonias portuguesas al nuevo Imperio brasileño. El objetivo era bloquear al poderoso lobby de traficantes de esclavos asentados en Salvador y Rio de Janeiro, interesado en incorporar a Brasil las regiones abastecedoras de mano de obra cautiva en África. Cuando llegaron a Angola las noticias del Grito del Ipiranga, también comenzaron a circular panfletos imprimidos en Brasil, obviamente por orden del lobby esclavista, invitando a la colonia de Benguela a unirse al Imperio brasileño. Al entender de los traficantes, si una parte del territorio africano fuese reconocida como brasileña, el futuro el abastecimiento de esclavos podría ser considerado un asunto doméstico. Así, sería posible burlar las presiones británicas a favor de un tratado internacional para prohibir el tráfico negrero en todo el Océano Atlántico – prohibición ya en vigor en el Atlántico norte desde 1810.
Como curiosidad, cabe registrar que las conversaciones para el reconocimiento de la Independencia escondían un plan secreto para llevar a don Juan VI de vuelta a Brasil. Su autor fue don Pedro de Sousa Holstein, entonces marqués y más tarde duque de Palmela. No conforme con perder Brasil, que él definía como “tan bella y vasta herencia” portuguesa, en 1824 Palmela sugirió a Inglaterra que aprovisionase barcos con el objetivo de escoltar a don Juan a Bahia. Según sus cálculos, el rey sería reconocido y aclamado en Salvador, de donde seguiría para Rio de Janeiro, cumplimentando el mismo trayecto que había recorrido en 1808. Palmela creía que la fidelidad de don Pedro le impediría tomar las armas contra su padre. El plan fracasó porque el gobierno inglés, a esas alturas ya empeñado en reforzar sus lazos comerciales con el nuevo Brasil independiente, se negó a facilitar la ayuda pedida por Palmela.
Como principal negociadora del reconocimiento del Brasil independiente, Inglaterra se valió de su poder económico y político para sacar ventaja de la nueva situación. En 1825, Brasil ya era el tercer mercado más importante de productos ingleses, gracias al ventajoso tratado comercial firmado por don Juan en 1810 que concedía a Inglaterra tarifas de importación inferiores a las de sus competidores en los puertos brasileños. El tratado vencía en julio de 1825, y todo el esfuerzo de los ingleses se concentró en convencer a don Pedro para renovarlo a cambio del reconocimiento de la Independencia. Y así pasó. Además de asegurar la prórroga de las ventajas aduaneras para sus productos, Inglaterra perpetuó en el Brasil independiente algunos de los privilegios de los que gozaba en Portugal, como el derecho a nombrar magistrados especiales con la misión de juzgar todas las causas que implicasen a ciudadanos británicos. Los mismos ingleses residentes en el país elegirían a esos jueces, que sólo podrían ser destituidos por el gobierno brasileño mediante la previa aprobación del representante de Inglaterra.
El intercambio de cartas entre don Pedro I y don Juan VI revela que padre e hijo mantuvieron una actitud cordial hasta el fin de las negociaciones y que conocían los riesgos implicados. “Su Majestad verá que puse de mi parte todo cuanto pude y, por mí, con dicho tratado, está hecha la paz”, escribió el emperador brasileño en septiembre de 1825, pidiendo a su padre que ratificase el acuerdo celebrado en Rio de Janeiro con la intermediación del embajador británico. En la misma carta, admitía que las concesiones hechas a Portugal – y “difíciles y bastante arriesgadas” – iban más allá de lo aceptable por los brasileños y ciertamente lo dejarían más frágil en el juego político del Primer Reinado. Dos meses más tarde, al comunicarle la ratificación del tratado, don Juan le recomendaba prudencia: “Tu no desconoces cuántos sacrificios he hecho por ti, sé agradecido y trabaja también por tu parte para cimentar la recíproca felicidad de estos pueblos que la Divina Providencia confió a mi cuidado, y esto dará gran placer a este padre que tanto te ama y su bendición te deja”.
Con la firma del tratado, el camino estaba abierto para que todas las demás monarquías europeas reconociesen al Brasil independiente. La primera fue la propia Inglaterra, seguida de Austria, gobernada por el padre de la emperatriz Leopoldina, Francisco I, todavía a finales de 1825. Después Francia, Suecia, Holanda y Prusia. Los términos de la negociación con Portugal, sin embargo, causaron indignación entre los brasileños y contribuyeron a desgastar la imagen de don Pedro, en especial cuando se tuvo conocimiento de una cláusula secreta por la cual Brasil se comprometía a pagar a los portugueses la cuantía de 2 millones de libras esterlinas en concepto de indemnización. Parte de ese dinero sería destinado a cubrir las deudas que Portugal había contraído con Inglaterra con el propósito de movilizar tropas, barcos, armas y municiones para combatir la emancipación de Brasil entre 1822 y 1823. Las propiedades y otros bienes portugueses confiscados durante los conflictos también serían devueltos a sus dueños originales. En resumen, después de ganar la guerra les tocaba a los brasileños resarcir los perjuicios de sus adversarios derrotados. Los opositores acusaron a don Pedro de “comprar la independencia”.
En verdad, don Pedro pagaría por su doble papel un precio mucho más elevado que la indemnización asegurada a Portugal. Sería la pérdida misma del trono brasileño, en 1831.
Laurentino Gomes