Y, ahora, ¿qué? Ahora llega el tiempo de asumir el resultado y sentarse a negociar. El primer ministro, Alexis Tsipras, parece entenderlo, pues lo asume como “un mandato para una solución sostenible”. Distinta será la interpretación que haga Europa, confiada como estaba en que el Gobierno griego perdiera el “pulso” que le echaba con el referéndum. Para ello no dudó en propalar amenazas y airear miedos apocalípticos sobre las consecuencias del “no”: expulsión de la Unión Europeay bancarrota total. Si esa fuera finalmente su reacción y permitiera la materialización del famoso Grexit, la respuesta supondría el suicidio del sueño europeo, el comienzo de la desintegración de esa experiencia política de unión entre los países que forman parte de lo que geográficamente es Europa. Una respuesta que evidenciaría que las instituciones europeas se han convertido en un club económico elitista antes que en un instrumento para la construcción de la gran potencia de Europa como ente social y político, además de económico, diferenciado. Se ha jugado más Europa que Grecia en este referéndum, aunque los griegos estén hoy en un limbo que nadie había previsto.
Hoy, precisamente, se reúnen Angela Merkel y Francois Hollande en París para acordar los nuevos pasos a dar en esta nueva situación. Alemania se muestra intransigente en su postura, no por imperativos económicos, sino por política interna: la fracción conservadora del Parlamento le exige dureza y los bancos alemanes rechazan cualquier solución que les impida cobrar los generosos préstamos que concedieron a la Grecia despilfarradora de hace años. Es la conocida maniobra del capitalismo moderno: privatizar beneficios y nacionalizar pérdidas. También el Eurogrupo ha convocado una reunión de urgencia para fijar posición. Toca, pues, negociar.
Existen demasiados riesgos, naturalmente. Cada país conoce los que le afectan. España y otros que también han sido rescatados a cambio de dolorosas políticas de austeridad no desean que el ejemplo griego los deje en evidencia: la evidencia de que otra política económica es posible, sin machacar a la población. Tampoco los acreedores quieren el precedente de poder desentenderse de una deuda contraída. Ambos temores son fácilmente vencibles: rectificar las medidas de austeridad, como de hecho está haciendo en España, en plena campaña electoral, Mariano Rajoy ante la posibilidad de perder en las próximas elecciones, y reestructurar deudas inasumibles, como de hecho también hacen los Estados con bancos y otras entidades financieras privadas declaradas insolventes y ayudadas con dinero público, a costa del contribuyente. Grecia exige idéntico trato.
Ahora toca demostrar razón de Estado, sensatez y respeto a la democracia: por encima de la voluntad de un pueblo no puede haber ningún condicionante económico o mercantil. Si Grecia se expulsa de Europa, una imposibilidad física y metafísica, es que esa Europaque se está construyendo no merece la pena. Sería, si llegara el caso, para que otros también se lo pensaran y la siguieran al extrarradio de una comunidad con euros pero sin alma.